La caja de los muertos
Solo un camino peligroso bordeaba un risco y descendía en una cuesta infame. En una cueva del monte guardaban las dos cajas de madera, una era más ligera y otra más ancha, según el fallecido fuera más flaco o más grueso. Los hombres emprendían ese trasiego hacia el cementerio del caserío, que quedaba en la costa, al otro lado del barranco, y al regresar parecían melancólicos, con sus chaquetas oscuras.
Desde que hicieron la carretera, la gente del lugar huyó despavorida. Sus antepasados habían resistido durante siglos en base a cultivos y ganados.
Cuando se producía algún fallecimiento, las mujeres colocaban tijeras en cruz en la entrada de sus casas para que la desgracia siguiera de largo por los montes y no llegara otra nueva desdicha en la zona.
Las cajas están pintadas de negro, y siguen guardadas en el interior de la gruta, protegida por una puerta con barrotes de metal.
Yo sueño que estoy muerto y me introducen en la caja más menuda, porque en el mundo de los vivos nunca pesé demasiado. Fui de mediana estatura, pero enteco, y mi salud nunca fue buena por lo que no podía llegar a una avanzada edad.
Un trozo de queque fue mi última cena, con un poco de queso duro. No sé si fue la causa de mi muerte aquel pedazo de bizcochón, tuve el estómago muy revuelto en la madrugada, en una agonía que concluyó a la salida del sol.
Me han de llevar en la caja comunal por el camino del cementerio de la costa, como soy poco corpulento solo hacen falta dos hombres corrientes para que me conduzcan. Primero me atan bien para que no me mueva en la terrible bajada, luego cada uno de los porteadores se acomodan en las angarillas.
Pero antes de eso me han tenido dos días esperando a que amainase la lluvia, porque es peligroso andar esos caminos cuando están mojados y hay charcones. Nadie se arriesgaría a pasar el desfiladero con el tiempo tan malo que hasta caía granizo.
Aunque la caja estaba totalmente desnuda por dentro, yo esperaba que el viaje fuera cómodo y que al final no tuvieran que enterrarme envuelto solo en una manta como hacen los musulmanes.
Sabía que a lo largo de la caminata había dos descansaderos, para que los que me cargaban pudieran refrescarse o cumplir cualquier diligencia del cuerpo.
Muchos pastores tenían temor a atravesar esos parajes con sus ganados. Si no tienen más remedio que aproximarse porque las cabras se les han escapado, se persignan y rezan el Credo.
Mis menguadas finanzas no me habrían permitido lujos en mis exequias, no tenía fondos para que me dijeran las treinta misas gregorianas en beneficio de mi alma, ni mucho menos podía contratar un entierro de primera, con el sacristán cantando en el armonio esos réquiems hermosos que solo están reservados para el notario, el farmacéutico y las damas de las familias principales, esas mismas que en la misa se arrodillan ante un sitial con su nombre y apellido. Como viví en aquel remoto caserío, nunca pensé que viniese conmigo la banda de música municipal ni que el cura dijera oraciones todavía de cuerpo presente, ni que me acompañaran los campesinos con sus ternos negros reservados para la procesión del Viernes Santo.
Morirse, a fin de cuentas, es tan caro como comprar la mejor vaca de la comarca. Así que me lo tengo que recordar.
Pero al cruzar el umbral me llevé una alegría, pues el más allá es un ámbito de luz. Ya éramos inmateriales, no teníamos la necesidad de poseer cosas, vivíamos en el no-tiempo y en el no-espacio, cruzábamos el espacio igual que centellas, éramos millones de luminarias flotando sin hacernos daño. Soñé que la otra vida es mejor.
Luis León Barreto