El silencio de Mateo
Mateo miraba por la ventana del hospital, con la vista perdida en el cielo de Las Palmas. Su cuerpo estaba inmovilizado, conectado a máquinas que emitían pitidos rítmicos, pero su mente viajaba muy lejos de allí, a todos esos momentos que lo habían llevado hasta esa cama.
Sus padres no se habían separado de él ni un instante. Dormían en incómodas sillas, turnándose para sostener su mano. Los médicos entraban y salían, hablando en susurros. También había policías que esperaban, que querían hacer preguntas. Pero sus padres se negaban a abandonarlo. «No nos separaremos de nuestro hijo en estos momentos críticos», les habían dicho.
Lo que nadie sabía era que Mateo podía escucharlos, aunque fingiera estar dormido la mayor parte del tiempo. Era más fácil así. El silencio siempre había sido su refugio.
Todo había comenzado el año anterior, cuando cambió de instituto. Al principio fueron solo comentarios: «Mira al canario que habla raro», «¿Por qué vistes así?», «¿No tienes dinero para comprarte ropa nueva?». Luego vinieron los empujones en el pasillo, las mochilas que desaparecían, los mensajes en redes sociales. Un grupo de cuatro chicos mayores que él lo habían convertido en su blanco preferido.
«Deberías decírselo a alguien», le había aconsejado Laura, la única que se atrevía a hablarle. Pero Mateo siempre negaba con la cabeza.
«¿Para qué? Solo empeoraría las cosas.»
Cada día, el camino al instituto se volvía más largo, más pesado. Cada mañana, el nudo en su estómago se apretaba un poco más. Sus notas, antes excelentes, comenzaron a caer. Sus padres, preocupados por su repentino silencio, le preguntaban qué pasaba. «Nada», respondía siempre, «estoy cansado».
No había denuncias previas, como diría después la policía. Mateo nunca había contado nada a nadie. Ni a sus profesores cuando notaban sus moratones. Ni a la orientadora que lo llamó a su despacho tras verlo llorar en el baño. Ni siquiera a sus padres, que lo notaban cada vez más distante, más ausente, más triste.
«Es la edad», se decían para tranquilizarse. «Ya se le pasará.»
El lunes había sido particularmente duro. Le habían quitado el móvil y publicado sus conversaciones privadas en un grupo de la clase. Todos se reían. Todos sabían. Y aún así, nadie hizo nada.
Esa tarde, después de clases, subió a la azotea del edificio donde vivía. Solo quería estar solo, respirar, sentir que podía escapar de todo aquello. No recordaba con claridad cómo había terminado asomándose al borde, mirando hacia abajo. Ocho pisos. Tan lejos y tan cerca.
¿Había saltado realmente? ¿O había sido un resbalón? A veces, en su confusión, ni él mismo lo sabía.
«Mateo, cariño, ¿puedes oírme?»
La voz de su madre lo trajo de vuelta al presente. Sus ojos, hinchados de tanto llorar, lo miraban con una mezcla de amor y dolor que le partía el alma.
«Los médicos dicen que te estás recuperando. Pronto podremos llevarte a casa.»
Mateo movió levemente los dedos, intentando apretar la mano de su madre. Era un pequeño gesto, pero para ella significó el mundo entero.
«Hay unos policías que quieren hablar con nosotros», continuó ella, acariciándole el pelo. «Pero les hemos dicho que ahora no. Que lo más importante eres tú.»
Mateo sintió que algo se rompía dentro de él. Tantos meses guardando silencio, tantos días fingiendo que todo estaba bien, tantas noches llorando en silencio para no preocupar a nadie. Y ahora, todos querían saber la verdad.
«Mamá», susurró con voz ronca, la primera palabra que pronunciaba desde el accidente. «Tengo algo que contarte.»
Su madre lo miró sorprendida, con los ojos llenos de lágrimas.
«¿Qué es, mi niño?»
«No quería morirme», dijo Mateo, sintiendo cómo las lágrimas comenzaban a resbalar por sus mejillas. «Solo quería que el dolor parara.»
Y entonces, palabra por palabra, comenzó a romper el silencio que lo había estado ahogando durante tanto tiempo. Habló de los insultos, de los empujones, de los mensajes, del miedo constante. Habló de cómo había intentado ser fuerte, de cómo pensaba que pedir ayuda era un signo de debilidad. Habló hasta quedarse sin voz.
Su madre lo escuchó, sosteniéndolo en sus brazos con cuidado de no lastimarlo más, prometiéndole que esta vez sí, esta vez las cosas cambiarían. Que no estaba solo. Que nunca más tendría que cargar con ese peso él solo.
Semanas después, cuando los policías finalmente pudieron hablar con sus padres, Mateo ya estaba más fuerte. No solo físicamente, sino también por dentro. La verdad, aunque dolorosa, lo había liberado de una carga que ya no podía soportar.
La investigación revelaría lo que muchos ya sospechaban: que detrás de su caída había meses de acoso silencioso. Que no había denuncias previas no porque no hubiera habido acoso, sino porque el miedo lo había mantenido callado.
Mateo sabía que el camino sería largo, que las cicatrices, tanto las visibles como las invisibles, tardarían en sanar. Pero por primera vez en mucho tiempo, sentía que podía respirar. Que podía mirar al futuro.
«Tu voz importa», le había dicho el terapeuta en su primera sesión. «Y merece ser escuchada.»
Y Mateo, poco a poco, aprendió a creerlo. Aprendió que el silencio puede ser un refugio, pero también una prisión. Y decidió que, pasara lo que pasara, nunca más permitiría que el miedo le robara la voz.
José Vidal Bolaños