Luis León Barreto – El desliz del Pollo de Chipude

El desliz del Pollo de Chipude

Dionisio Chinea, alias Pollo de Chipude, había nacido en la escasez de la isla del silbo. Vivió su infancia arriba en el caserío de las alfareras –gente noble y laboriosa bajo la sagrada Fortaleza–, y de chico acompañaba a su madre al bosque de la niebla para obtener leña, algo de carbón y, utilizando trampas, cazar alguna paloma del monte. Era un hombre descomunal que en sus últimos años de vida andaba por las calles siempre descalzo, con unos pies de elefante en los cuales ya no cabía calzado alguno. Los dedos le sangraban, las uñas se incrustaban en la piel, los chicos lo llamaban Goliat Sin Patas pero a él le daba igual. Era célebre por sus escandaleras, cuando intervinieron sin dilatación los guardias municipales y hasta el Jefe Local del Movimiento Nacional para que cesara aquella turbación que tanto ofuscaba al arcipreste de la comarca, don Efraín Soto. Este era un hombre de verbo fácil y buena pronunciación, que daba el gran sermón de las Siete Palabras en la tarde del Viernes Santo, el templo se llenaba de tal manera que ponían altavoces en el exterior. Las mujeres suspiraban y lloraban, tal era el realismo de sus palabras.

–¡Efraín! ¡Cuervo negro! –así clamaba en la plaza con la mirada Puesta en la iglesia parroquial, aquel edificio del siglo XVI con sus muros bien encalados y la lápida en recuerdo de los caídos por la Patria. El arcipreste era la diana principal de sus inadecuados, y al verlo con su larga sotana negrísima no podía evitar que se le soltase la lengua.

–¡Si eres hombre, da la cara!

Dionisio ya estaba muy desmejorado pero aún conservaba restos de su pasada agilidad, cuando derribaba a los mejores puntales de los equipos de lucha de todos los pueblos, incluso de las islas vecinas. Era, eso sí, mal hablada y desafío si ingería buches de vino de té, que le dejaban una feroz resaca.

–¡Fraín eres Caín, Cuervo negro! -repetía bajo los laureles.

Cuando se escuchaba su perorata, cerraban con premura la puerta de la iglesia.

Su historia venía de lejos. De cuando su madre lo llevó, con apenas diez años, a la otra isla para que encontraran un mejor futuro, pues en modo alguna aquella mujer sola podría sobrevivir si no poseía subsidios de ningún tipo y además tenía un hijo sin padre.

–¡Caín, suelta a las del coro, baladrón!

Y esto lo decía porque, habiendo tantas mocitas y mujeres casadas que se habían quedado abandonadas tras la gran emigración, el señor arcipreste tuvo la buena visión de armar un coro que, tras muchos ensayos, sonaba bastante bien.

–¡Cuervo negro, deja alguna soprano!

Las cosas le fueron bien hasta que cometió un desliz con una dama.

(Fragmento)

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