Diestro, el joven impulsa el remo y la barca se mueve apacible. Sus vivos colores rasgan el verdor. Al inicio, el canal es amplio. Acariciada por un vaivén suave, el agua, detenida en su quietud, se somete al impulso de la pértiga.
Más adelante, el sendero se estrecha. La trajinera surca entre fronda densa. Hojas verdes carnosas se apartan, ejecutan una danza lenta, mientras acarician y arrullan a la embarcación. Hojas que encierran bulbos de lirios que estallarán en colores en verano.
En un momento, la barca va lenta. Las raíces salientes dibujan relieves. Los troncos rugosos se alzan espigados. Y allá en lo alto, las ramas se entrelazan, crean una pérgola, una galería sagrada como bóveda carnosa de un templo.
Allí se instala el silencio, un silencio profundo y protector, ávido de recogimiento. Las copas reflejadas en el cristal del agua, narcisista mirada duplicada, es espejismo, quimera de esmeraldas liberadas. Su fuerza mística clausura los labios.
El viajante se nutre de verdes brillantes. Inerme y devoto, se siente penetrar en una dimensión vegetal definitiva. Como ese bulbo que encierra la flor, el ser se sumerge en un sentimiento que es serena beatitud y nirvana.
Una sola palabra rompería el encanto del viaje infinito en el silente reino de la naturaleza.