El más allá con alma de mujer
Entré a la librería como si hubiese atravesado un portal del más allá, reaccioné y observé aquel emblemático lugar, con aroma de mirra, música de fondo de una hermosa melodía, el piso de cemento pulido era impecable y los estantes parecían adornarse con los mismos libros. Me acompañaba una amiga de la infancia, pero se quedó afuera porque el vicio del cigarrillo no le permitió entrar.
Mientras ella fumaba su cigarrillo yo buscaba el libro que debía obsequiar a la madre de mis hijos. Revisé y hallé un libro titulado Alma de mujer, me pareció interesante. Inmediatamente, me disponía a retirar y fui hasta la caja para cancelar. Me atendió una señora de baja estatura, cabello castaño claro liso, con acento chileno, con gafas claras, unos ojos brillantes que parecían traspasar los cristales; una sonrisa permanente en su rostro, unos dientes alineados y una paz que enmudecía los pensamientos de cualquier mortal.
—¿Qué buscas? —me preguntó.
—Un libro para regalarle a la madre de mis hijos por el día de las madres.
—Qué bonito gesto, ¿sabías que el mejor regalo que alguien puede hacer es obsequiar un libro?
—Seguro que sí.
—¿Y para ti? ¿Encontraste algún libro?
—No, estoy apurado.
—La juventud siempre anda así, apurada; y cuando envejecemos queremos andar despacio porque ya hemos comprendido que no hay destino.
—No entiendo.
—Que no hay apuros, que no existen destinos, eso lo hemos creado en nuestra mente. Solo hay un proceso de transformación que hemos denominado muerte.
—Es verdad, tiene razón, pero estoy con mi amiga que está apurada.
—¡Ay! Comenzó a llover, aprovecha la lluvia y da otra vuelta por los estantes.
—Está bien. —Le dejé el libro que iba a obsequiar en el mostrador.
Le dije a mi amiga: «Voy a aprovechar la lluvia para buscar otro libro». Ella me respondió: «Está bien, entonces aprovecho y me fumo otro cigarrito».
Comencé a buscar entre el humo del incienso que acariciaba la magia de los libros, ese humo parecía danzar con la melodía de Mozart que me sumergió en el tiempo-espacio. No sentía mi cuerpo, ni sus ansiedades, ni sus procesos fisiológicos. De pronto, hallé un libro diminuto que llamó muchísimo mi atención, titulado A los pies del maestro, del autor Jiddu Krishnamurti. Yo estaba huyendo de las teorías religiosas, de sus fundamentalismos, doctrinas y rituales; quería algo más espiritual, lejos de los condicionamientos institucionales.
Me acerqué al mostrador, no estaba la señora, la llamé y a los diez minutos de esperar, apareció.
—¡Listo! Hecho está. Ya tengo el libro.
—El libro que has elegido es el más pequeño, pero el más poderoso de esta librería.
—Pero aquí está el libro, ¿cómo sabe cuál es el título si no se lo he mostrado?
—Verlo en tu mano me basta. Me sé el nombre de todos los libros de esta librería. Ya son dieciséis años que estoy aquí, después de la muerte de mi esposo. Yo nunca había venido a la librería en cuarenta años que estuve casada con él. No me interesaba, porque yo viajaba mucho representando a mi empresa, y en realidad no me llamó nunca la atención la lectura. Él me decía que viniera y que leyera un libro que eso me cambiaría la vida; y de pronto, él muere. Hace dieciséis años yo vine a recoger todo para vender el local y mientras revisaba los libros agarré ese libro que tienes en tus manos. Leí las tres primeras hojas y el libro me transportó a otras dimensiones. Recuerdo que lo leí en un instante que me pareció eterno y a la vez fugaz. Me fui a casa y en la mañana le hablé a la inmobiliaria, le dije: «Ya no voy a vender, gracias por sus servicios». Reinauguré la librería en honor a mi esposo que durante cuarenta años se dedicó a servir a las almas que buscaban respuestas. Para mí, él era un maestro. La señora, durante el relato de la historia, no podía contener las sobrias lágrimas que deslizaban por sus mejillas, sin borrar su noble sonrisa.
—Que hermoso lo que ha hecho en honor a su esposo. Usted se ha ganado el cielo.
—Lo sé. Son veintitrés bolívares fuertes.
—Ok, aquí tiene mi tarjeta de débito. Cóbrese, y muchísimas gracias por su excelente atención. Me voy conmovido.
—Qué bueno, volverás. Sé que volverás.
—Seguro que sí.
Nos retiramos condicionados por el síndrome de lo inmediato. El día siguiente entregué mi obsequio del día de las madres, fue otro libro que nunca leyeron. Pero yo sí leí el libro A los pies del maestro. Me regaló las luces que nos brinda un rebelde de la espiritualidad, y me gustó tanto que a los dos meses decidí volver a la librería para comprar otro libro, pero mi interés era ir a platicar con la señora y disertar acerca del libro.
En esa oportunidad fui solo. Comencé a buscar la librería y no la conseguía, pasé por el frente varias veces, pero no se parecía. Me decidí a entrar, no recordaba el nombre, y el sitio apestaba, estaba sucio y deteriorado. No se parecía en nada a la vez anterior. Se acerca el único vendedor que había, un joven de algunos cuarenta años y me atendió. Pero con una actitud que no deja el agrado de querer volver.
—Buenos días, ¿qué desea? —me dijo.
—¿Y la dueña de la librería?
—No hay dueña, es un dueño. Pero, dígame, ¿qué desea?
Esa respuesta me dejó consternado y ni sospechaba lo que se venía. E insistí: «A mí me atendió una señora de acento chileno, tendría algunos setenta años».
—Ok, hagamos algo, espere un momento y le llamo al dueño.
—Bien, gracias.
Me atendió el dueño, era un señor alto, delgado, canoso y de piel blanca. Un poco encarado de apariencia, y me dijo: «Hola, ¿en qué te puedo ayudar?».
—Hola, le explico. Hace dos meses aproximadamente vine aquí, creo que era aquí. En realidad es el mismo sitio, pareciera que hubiesen cambiado la estética; pero al ver este mostrador sé que es la librería.
—Ok, está bien, ¿quiere comprar algún libro en especial que pidió ser atendido directamente por mí?
—Como le decía al vendedor, hace dos meses vine y me atendió una señora.
—Imposible, el único dueño soy yo y el joven es el único empleado que trabaja conmigo.
—Está bien, pero le juro que me atendió una señora chilena, bajita, un poco rellena, de cabello castaño liso, usaba gafas y fue muy amable conmigo. Me imagino que tendría unos sesenta y tantos de edad. —le conté lo sucedido.
El dueño de la librería quedó consternado, me mostró una fotografía de la señora chilena y me preguntó: «¿Era ella?». Los pelos se me erizaron y enmudecí, mientras me contaba de su esposa.
—Mi esposa murió hace dieciséis años y todo lo que me has contado es verídico, pero, fue al contrario; yo era el que me pasaba viajando y ella duró cuarenta años aquí metida, luego de su muerte iba a vender y decidí no hacerlo por honor a ella. Quise esperar la muerte en este sitio, tal vez exista un portal que me lleve hasta ella.
—No sé qué decir, estoy impactado. ¿Cómo puede pasar algo así? ¿Cómo es posible que una persona que está muerta pueda hablar conmigo, e incluso, me haya cobrado y entregado una factura? Para mí era una persona física. Me cuesta creer esto.
—A mí también me cuesta creer porque siempre he sido muy escéptico. ¿A qué hora sucedió eso? ¿Qué día? Porque yo abro todos los días menos los domingos.
—No recuerdo el día, pero sé que eran las 13:00.
—¡Imposible! Porque durante dieciséis años abro todos los días de 9:00 a 11:50, cierro y me voy a casa. Regreso a las 15:00 y cierro las 19:00. ¿Y aún conservas la factura?
—Sí, tengo el ticket de la máquina registradora y vivo muy cerca de aquí. Voy a buscarlo, allí debe estar la información.
—Bien.
Salí corriendo de ese lugar como alma que lleva el diablo, el apartamento quedaba a seis cuadras y llegué buscando la factura que usaba como marcalibro, del libro de Krishnamurti.
¡Wow! Qué sorpresa al leer la factura. Decía:
Fecha: sábado 11 de mayo de 2011
Hora. 13:01 p. m.
Vendedora: Laura Patricia
Importe: 23 BsF.
Volví a correr hasta la librería, iba emocionado y también asustado porque no comprendía la posibilidad de haber experimentado algo tan fabuloso. No sabría explicar el sentimiento.
Irrumpí de prisa a la librería, entré rápidamente, y al vendedor le dije: «Aquí estoy ¿Y el dueño?». Él escuchó y no esperó a que el vendedor me anunciara, se acercó, nervioso y apurado. Estaba muy ansioso al igual que yo.
Me miró fijamente a los ojos y asintiendo con la cabeza me indicó confianza. Le tendí la mano con la factura, la tomó temblando por los nervios y suspiró profundamente antes de leerla (…) comenzó a llorar.
Relato tomado del libro: SintérgicaMente LBRE