Mary Carmen Cabrera – El despertar de la ira

EL DESPERTAR DE LA IRA

‒¡Que los hombres andamos perdidos, dijo la muy puta!

‒¿Eso dijo? ¿Qué pretendía?

‒No lo sé. Me temo que piensa que las mujeres nos han adelantado ‒contestó con tono prepotente marcado por la indignación‒. Y yo me pregunto: ¿En qué coño nos han adelantado? ¿En ir como perras en celo buscando aquello de lo que siempre se han quejado?

‒La verdad, me pierdo ante tu alterado discurso. ¿De qué se han quejado?

‒Chico, no te enteras… con tu aire de empollón descolorido. Estás más perdido… Se quejan de haber sido utilizadas como floreros o como objetos de usar y tirar ‒prosiguió con aire arrogante sintiéndose por encima del mundo‒. ¿Acaso sirven para otra cosa?

‒Ah, bueno. Yo no pienso así. Me parecen seres sensibles y considerados; repletos de belleza ‒argumentó‒. Cuando me gusta una chica, nunca espero nada ‒. Quizá por eso no me siento decepcionado… Así que utilizarlas, utilizarlas…

‒¿Cómo pretendes que se fijen en un ser como tú? ‒lo interrumpió con risotada burlona y mirada despectiva‒. Eres un absoluto infeliz. ¿Te has visto? ¿Crees que alguien podría mirar esos ojos saltones que ocultas tras tus gafas de cerebrito? Y, ¿qué me dices de ese cuerpo raquítico alimentado solo de libros? Serás iluso…

‒Lo que te pasa es que estás enfadado porque no se ha interesado por ti como esperabas ‒repuso indignándolo aún más.

‒Pero… ¿quién coño te crees que eres, sabelotodo? ¡Mírate! ‒dijo empujándolo hacia el gran espejo que colgaba en la pared de la entrada de su despacho‒. ¡Mírate! ‒insistió tomándolo del brazo a la fuerza y soltando otra gran carcajada al comprobar el reflejo del muchacho más encogido y avergonzado que nunca.

El joven levantó la cabeza y al verse, sus ojos temerosos se llenaron de ira. Su mirada iba desde su propia imagen a la de su esbelto y guapo jefe al que había servido con devoción y temor durante cinco años. Idolatraba su elegancia, su seguridad y la manera en que las mujeres lo deseaban a pesar del desprecio con el que hablaba. Se tenía bien merecido que alguna lo pusiera en su sitio sin caer rendida ante su aparente encanto.

‒¡Te lo tienes merecido! ‒gritó lleno de furia ante la sorpresa de su jefe.

Y descargando toda la humillación callada durante los años de servicio, cogió un paraguas del paragüero cercano al espejo y, sin mediar más palabra, se lo clavó con tal fuerza que su cuerpo cedió hasta la tela impermeable.

‒¡Te lo tienes merecido! ‒gritó nuevamente, dejando resonar en todo el edificio su aullido de venganza.

Mary Carmen Cabrera

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