Azul añil
En breve comenzará el verano. El sol, generoso, ya está presto a regalarnos su luz y calor con más intensidad que en el resto de las estaciones. Los días se tornarán más largos, y el deseo de salir de casa, de hacer excursiones a la playa, al campo o viajar lejos de nuestro entorno, si es posible a otros países, se apoderará de nuestro espíritu. El verano es para las bicicletas, dicen, pero esa imagen romántica de un paseo en bici por caminos de tierra, entre bosques o arenas de playa, se queda muy corta ante el amor que yo siento por esta estación del año. Me encanta el verano. A lo largo de tres meses me sumerjo en la alegría de la luz y me vuelvo ociosa cigarra.
No me malinterpretes. Sé que muchos de los mortales que habitan este hemisferio ni siquiera se darán cuenta de que el verano ya está aquí, unos porque sus escasos recursos no le permiten soñar con nada de lo dicho renglones arriba, y otros porque simplemente no les interesa nada de lo que se le ofrece. Entiendo que más de uno sentirá en su cuerpo el cansancio que conlleva estos meses de verano, trabajando a piñón para que otros vacacionen. En definitiva, ahora caigo en la cuenta de que, tal vez, la mayor parte de la humanidad espera muy poco de estos tres meses de calufa extrema y agobiante debido a múltiples causas, pero ya he dicho que yo me vuelvo cigarra y no dejo que las hormigas me agüen la fiesta.
No pienses que mis veranos sean de película. Son, como te diría, días para soñar. Viajo muy poco. Si acaso una salida corta fuera de mis islas a ver cosas lindas, de las que pululan por todas partes del maravilloso mundo que habitamos. Tampoco es que veranee todo el tiempo en la playa o en el campo. Si puedo y mi economía me lo permite, voy cinco días a un apartamento en el Sur de mi isla o en alguna de las otras islas de mi amado archipiélago… Pero repito, me enamora el verano. Más, siendo isleña y estando como estoy, a la orilla del mar. Mi alma se torna azul añil, de ese lindo color azul intenso de infancia en el que todo brilla con la luz propia de agosto.
Soy feliz en verano. Mis pulmones se expanden. Respiran aire salado, lleno de chispitas vivificantes. Es un aire colorido, ya dije que yo lo veo azul añil, lo prometo. Es más, lo recuerdo el resto del año. Perdura en mí a la espera de volver a respirarlo. Es el mismo aire que, antaño, se metía con fuerza dentro de cada poro de mi piel de niña, quemada por el sol, mientras corría libre por la orilla del mar, sin miedo, sin freno, sin obligaciones. Qué suerte haber nacido en mi isla de Gran Canaria, cerquita del mar. Mi boca y mi estómago se relamen con el recuerdo del olor a marico fresco en las costas del Agujero; las papilas gustativas se salivan al recordar las lapas y los erizos sacados de las piedras a golpes de lajas, degustadas en el mismo lugar, comidas en segundos, antes de que perdieran su frescura, mojadas nuestras caras por las salpicaduras de las olas, chorreando nuestras bocas los jugos de esos manjares que la mar nos ofrece.
Me gusta el verano. Mi memoria me lleva hasta aquellas noches cálidas en las que nos negábamos a abandonar la arena de la playa de Sardina, ya que eran tiempos de primeros amores, de besos robados en la penumbra del atardecer, de dolores de barriga porque nuevos sentimientos nos llenaban de deseos y de miedos. ¿Cómo olvidar? Cada verano me sumerjo en la mar, ya sea cualquiera de las playas de mi Gran Canaria. Agaete, Maspalomas, Arguineguín… Cualquier rincón costero me sirve para agradecer el baño de agua salada que me sumerge en el milagro de sentirme viva. Tremendamente viva. En paz con el mundo, amando mi cuerpo y agradeciendo a quien tenga que agradecer.
¿Les he dicho que me gusta el verano? Ya está aquí, y yo, lista para el recuerdo, el disfrute y la vida. Azul añil, color y calor. ¡Qué maravilla!
Teresa Ojeda