Mis otros seres queridos
Un día, no importa cuando, decidí aceptar que él, o ella, o lo que fuera, vivía en mi casa, conmigo, con mi marido, con mis hijos y, con mi perrita Milady. No podía continuar negando la evidencia. Él o ella o lo que fuera estaba empeñado en hacerse notar; estaba ahí, deambulando por toda la casa, haciendo ruido, descolocando cosas… dando la lata. Tan pronto ponía en marcha la lavadora a las tres de la mañana, como encendía el aparato de música a las doce de la noche. Aún recuerdo el sonido de la aguja colocándose sola sobre el disco: se me erizaban los pelos de la nuca. Es más. Ese inquilino extraño era capaz de hacer que escucháramos la radió estando apagada. Ni mi marido, ni mis hijos, ni yo, sabíamos que hacer. Recé lo que sabía, me enojé e intenté echarlo con agua bendita, diciéndole que esa no era su casa ni sus maneras las más adecuadas para convivir con nosotros.
Ni caso. Él o ella o lo que fuera, se mostraba impertérrito ante mis quejas. Así que, una noche, cuando toda la familia estaba reunida ante el televisor, sabiendo que el extraño se había sentado a mi lado, en mi mismo sofá, preparé un discurso de aceptación. Podía vivir con nosotros el tiempo que precisara para llevar a cabo su misión, siempre que esta estuviera acorde con un plan divino. Toda la familia se dio cuenta de que el extraño había aceptado el trato. Sentimos un dulce abrazo cósmico, y una luz extraña iluminó la casa. La tranquilidad nos inundó. Total, si hubiera venido a hacernos daño, ya lo hubiese hecho.
Después de esa noche, todo cambió. Él o ella o lo que fuera, se volvió más educado, más silencioso. No tardamos en darnos cuenta de que nos amaba. Nos había escogido como su familia. Vigilaba nuestro sueño. Lo sentíamos deslizarse de habitación en habitación y dormíamos serenos. Todos, menos Milady. Nuestra perrita lo sentía como a un rival. Nosotros éramos de ella, no de un ser de otro plano empeñado en quitarle su trabajo. Por eso cada dos por tres ladraba y gruñía al vacío pasillo, a las habitaciones, escrutando cada rincón con la mirada celosa de quien teme ser desbancada. A menudo, mi extraño invitado me acompañaba en la cocina, mientras yo preparaba la comida. Lo sentía. Lo intuía y Milady me lo confirmaba temblando como hoja al viento, subida encima de mis pies, confundiéndose con mis zapatillas de dentro de casa, cual peludo complemento. «No pasa nada, cariño. No nos hará daño. Nos ama.»
Por entonces yo ya había entendido cuál era la misión de ese oportuno huésped. Recapacité que había llegado justo en plena crisis. Unos meses antes de su venida yo estaba inmersa en un gravísimo problema. En un cisma familiar que rompió mi mundo de juventud y que acabó por hundirnos a todos los de mi propia casa, a mi marido e hijos, en un pozo oscuro de encono y frustración de tal magnitud que más de una vez deseé salir del mundo por la puerta de atrás. Fue a raíz de esos oscuros pensamientos, que ese maravilloso ser llegase a nosotros. Su misión era salvarme, protegernos.
Un día, mi hija pequeña llegó a casa pasada la medianoche. Entró sin encender la luz para no molestar a los durmientes y, lo vio. Un ser de dos metros irradiando luz dorada. Cuando a la mañana siguiente nos lo contó terriblemente emocionada, toda la familia en peso decidimos dar un paso más. Era de los nuestros y tenía que tener un nombre, poder nombrarlo y llamarlo. No recuerdo de quién fue la idea, pero se llama Churki.
Churki vivió con nosotros hasta que, años más tarde, resuelto el grave problema, decidimos que había llegado el momento de empezar de nuevo en otra casa. Era necesario dejar atrás tiempos difíciles. En la sala, todos juntos como siempre, le pedimos a nuestro ángel guardián que nos acompañara a la nueva morada. Era muy querido. Pero se negó. Sin palabras nos explicó que ya había cumplido su misión y que no lo necesitábamos.
Pocas semanas antes de la mudanza, Milady se durmió para siempre entre los brazos de mi hija mayor y de los míos. Habíamos estado toda la noche velándola, pensando que solo era otro de sus achaques de vieja de más de noventa años, aunque su mirada de amor me dijo que se estaba despidiendo. Dejamos la casa con un profundo sentimiento de tristeza, por la pérdida de dos seres de luz que nos habían amado tanto.
Hoy, años después de todo aquello, me extraña saber que mi antigua casa se ha ido vendiendo una y otra vez. Nadie se siente a gusto en ella y no sé si se debe a mi perrita o a Churki, o a los dos juntos. Creo que nos echan de menos y nos esperan. Nunca volveré a aquella casa, pero a menudo los llamo y les recuerdo que las puertas de esta casa, que me ha devuelto las ganas de disfrutar de la vida, están abiertas para ellos. En mis rezos están ellos, mis otros seres de luz tan amados. El amor puro está en todas las dimensiones.