Teresa Ojeda – Alberto

Alberto

Alberto, solo y triste, ve tras su ventana la alegría y el cariño de tantas personas en sus casas. A su avanzada edad, reconoce que ha vivido una vida de mentiras. Entiende que de nada le valió conservar las apariencias que las absurdas reglas de la sociedad imponen, cuando el precio a pagar es el de renunciar a la felicidad.

Alberto se sabe un hombre cobarde. Ha dejado pasar la oportunidad de ser el más feliz de la tierra, por pura cobardía, y se lamenta continuamente de sentirse responsable de una muerte. Tuvo la felicidad tan cerca… sí, en la palma de su mano, sujeta fuertemente con sus grandes dedos, pero el miedo hizo que la soltara y la dejara marchar.

Hoy llora en silencio, y recuerda. La imagen de su único amor se adueña de lo que observa tras los cristales. El rostro amado se refleja en todos los semblantes sonrientes que pasan por su campo de visión. En un desesperado intento de sentir el calor de esos rostros, apoya sus manos en el cristal, pero solo siente el frío del vidrio.

¡Cuántas veces se acariciaron a escondidas…! Cuantas veces se dijeron al unísono: te amo. Eran dos almas gemelas. Se enamoraron en el colegio, con… ¿siete años? Tantos años queriéndose. En el instituto, todavía sin atreverse a poner nombre a lo que sentían, se amaron buscando rincones oscuros, procurando no mirar sus sombras. Cuando acabaron la universidad ya sabían con toda claridad, con desconcierto, con la mayor de las sorpresas, quienes eran. Y aceptaron lo inevitable. Alberto, con temor, con vergüenza. Ricardo, feliz. Inmensamente feliz. Aquel año lo acabaron separados; la búsqueda del primer empleo, la necesidad por parte de Alberto de aclarar sus ideas… Por entonces, la horrible maldición del sida se alargaba y se balanceaba sobre su cobarde cabeza de hombre atormentado. Al final decidieron darse tiempo. Lo que sentían, lo que hacían, no estaba nada bien.

Dos años más tarde Roberto lo llamó por teléfono. Quería vivir con él. Estaba dispuesto a arriesgarse. Quería formar una familia. Podrían adoptar hijos, y si no, perros y gatos, pero juntos. Le dijo que había pedido cita a un amigo médico para hablar del tema, hacerse juntos todas las pruebas necesarias para cerciorarse de que no habían pillado el maligno bicho. Ninguno de los dos había estado jamás con nadie. Su amor era para siempre… tal vez se habían amado en otras vidas siendo hombre y mujer, y también, por qué no, siendo dos mujeres. El cuerpo solo es cuerpo y muere. El alma es para siempre. Ellos, amándose a lo largo de los siglos. Eso era lo importante.

Alberto nunca se atrevió. Ricardo acabó por comprenderlo: su amor no osaría enfrentarse a la sociedad. Por eso, apenas un año después de esa convicción, una noche de luna llena, saltó al vacío desde la terraza de su ático.

Alberto pasó muchos años en un manicomio. Cuando le dieron el alta se encerró en casa. Tras su ventana contempla rostros felices y espera. Sabe que él y Ricardo volverán a encontrarse en otra vida, y esa vez, pase lo que pase, envejecerán juntos.

Teresa Ojeda

Un comentario

  1. Un relato precioso, conmovedor y tan real, aquellos eran otros tiempos, pero al final deja un resquicio de esperanza.

    enhorabuena Teresa Ojeda! 😊👏👏👏

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