Rosario Ibrahim- Sempiterno

Sempiterno

Solíamos despertarnos con las primeras luces que entraban tras las finas cortinas del ventanal de nuestra habitación. Acurrucada en la cama, abrazo la almohada como a la nostalgia. En cada despertar mañanero, te imagino mirándome embelesado mientras duermo. Esperabas a que me despertara para hacer lo que más nos encantaba a esa hora del día. Medio adormilada, te sonreía. Pícaro, empezabas besándome por el cuello hasta llegar a mi boca. Hoy vivo en un ático de la ciudad, y aunque la cama y la ventana que ilumina la habitación no son las mismas, cada día me despierto aquí imaginándome allí, contigo, reviviendo esos primeros momentos del día.

La ciudad no huele igual, pero cada mañana, me viene el olor del café recién hecho que tomábamos juntos, me viene el olor del bosque, el del pasto, el de la tierra mojada, el de las plantas silvestres humedecidas por el rocío de la mañana, el de la madera de esa casa, el de la leña quemada, huelo a ese campo que solía bañar tu cuerpo y dejabas en mí. Impregnada de ti, me siento en la cama, me destapo y dejo caer la sábana al suelo. Como si hubiese corrido un poco de aire en esta habitación, me viene ese olor inconfundible que dejabas en las nuestras, esa mezcla entre sudor y dehesa que me excitaba. Poseída por esa sensación, recojo la sábana del suelo y me la acerco a la nariz, pero el olor ya se ha ido. Pienso en lo efímero que es todo y me levanto. Me acerco a la ventana y miro de soslayo; el invierno ha llegado, la nieve ha tapado la ciudad. Han bajado las temperaturas y el frío del suelo eriza mi cuerpo, estoy descalza. Camino hacia la cama y me siento de nuevo en ella, subo los pies y los froto hasta calentarlos. Mientras lo hago, vuelvo a aquel lugar. Nos gustaba caminar descalzos por el suelo de madera, sin calcetines, incluso en los fríos inviernos. Recuerdo que antes de conocerte, tener los pies fríos me ponían de mal humor, pero no me costó acostumbrarme. Fueron tantas las explicaciones saludables que me dabas para convencerme, que la que más me convenció fue cuando me cogías en brazos, me sentabas en tu regazo, los frotabas, los besabas -y me río como si lo estuvieras haciendo ahora, sintiendo hasta el cosquilleo- chupabas mis dedos hasta conseguir calentarlos.

De estos momentos sempiternos, el resonar del viejo campanario, me hace dar un salto de la cama y me trae otro, la música que dejaste allí y que me traje aquí. Aún sigo escuchando el crujir de la madera por nuestros pasos, a veces alocados. Pues no parábamos de bailar al ritmo de tu música. Y es que la emoción me invade. A diario, aunque el campo nos regalaba la suya propia, tú lo hacías con tu vieja armónica.

Así te revivo en cada aurora, hasta que mis campanas dejen de sonar.

Rosario Ibrahim

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