TARDE DE UN VIERNES OTOÑAL
Tarde de un viernes otoñal. Cielo grisáceo.
Sentada en una vieja cafetería de la ciudad, miro a través del cristal mientras el oscuro y amargo líquido baja por mi garganta. Su olor me traslada a años universitarios, a risas con los compañeros y a noches de forzado insomnio.
Entonces lo veo: mi antiguo profesor. Me cuesta reconocerlo. Su rostro evidencia el paso del tiempo. Sube lentamente los escalones y se sienta en una mesa contigua. Pide un té y saca de su maleta de desgastado cuero un libro. Su apagada mirada se convierte en luz mientras saborea la edulcorada bebida y pasa, lentamente, las amarillentas páginas de un libro.
En ese momento un niño, curioso, también fija su atención en él y, desobedeciendo las órdenes maternas, se acerca. Mi viejo profesor levanta la cabeza y, con ternura y voz quebrada, dice al pequeño: Lorca, Cernuda, sus versos… alimento para el alma, refugio y razón para vivir.
El pequeño sonríe y vuelve hacia mí, su madre, la alumna que también ha envejecido, aunque no se haya percatado de ello.
Carmen Quesada