Desacuerdo
Mi marido llegó a casa después del trabajo, justo cuando yo acababa de terminar de leer un artículo en una revista científica que trataba el tema de por qué hombres y mujeres pensamos de manera diferente. Qué haces, me preguntó solo por cortesía y yo le comenté algo del tema sobre la marcha, sin ahondar demasiado.
«¿Sacaste algo en claro?» me inquirió sarcástico, al tiempo que se sentaba en el sofá de la sala, a mi lado, encendía la tele, buscaba el canal de deportes y su mente, en menos de lo que canta un gallo, se marchó rauda hasta situarse en un campo de futbol, a kilómetros de distancia de nuestra casa. Lo contemplé fijamente, estudié sus movimientos, sus expresiones, sabiendo que él no me haría caso en los próximos noventa minutos. Entendí que el artículo tenía razón. Los hombres tienen una mente cuadriculada y separada por temas. Cuando abren uno de ellos, cierran los demás y, tan felices.
Mientras observaba a mi marido, llegué a la conclusión de que los hombres tienen mucha suerte. Se centran en el presente, y se olvidan por momentos de todo lo que no sea el ahora. Nosotras no podemos distanciarnos de lo que pensamos con tanta rapidez. Seguimos dándole vueltas a demasiadas cosas al mismo tiempo, aunque sabemos que nos lleva a estresarnos. Eso no quiere decir que un género sea menos eficiente que el otro; solo que ellos van al grano y nosotras damos rodeos. Sin embargo, cuando hombres y mujeres llegamos a la meta final, todo está concluido. El resultado viene siendo el mismo, ¿No?
Pensaba en todo eso mientras el griterío de aquellos comentaristas discutiendo si la última jugada había sido penaltis taladraba de forma horrible mis pobres oídos, y de pronto recordé que debía sacar la ropa de la secadora. Me fui a la solana y volví al salón con la cesta de la ropa para doblarla mientras veía a un montón de hombres correr como niños por el campo de césped disputándose una pelota. Entonces me di cuenta de que las violetas de la estantería estaban pidiendo agua y me acerqué a la cocina a por la regadera. Volví a la sala, mojé las plantas, y continué doblando ropas… Me aburría. Mi marido, a kilómetros de casa… Enojada, le pregunté. ¿Falta mucho para que acabe ese partido de mierda? Este me miró un segundo sin entender mi pregunta y mucho menos mi tono de voz y mi palabrota, pero sin hacerme caso, volvió rápido al campo de futbol.
Sin saber por qué, subí el grado de enojo. Confieso que no me gusta el futbol. En realidad, no me agrada ver ningún deporte. Soy de las que piensan que el deporte y el sexo es mejor practicarlo que ver cómo lo practican los otros y, a través de mi mente femenina, laberíntica, llena de datos mesclados y embarullados, me llegaron imágenes de cómo la tele, a esa hora de la tarde noche, siempre está conectada al canal de deportes. ¿Por qué? Yo también estoy cansada y me apetece ver una película o algún programa de cotilleos o concursos. Trabajo en un colegio como maestra de parvulitos y llego a casa agotada para continuar trabajando hasta las siete, hora en la que Roberto, mi marido, llega a casa, después de cerrar la ferretería, y se sienta frente a la tele hasta que la cena está lista y la cocinera, o sea, yo, le dice que la mesa está puesta. No me había dado cuenta de lo patética que es mi vida, hasta hoy. Pero. Qué diablos me pasa. Me pregunto confusa. Me siento ridícula. Me voy con la ropa doblada a cuestas para colocarla en su sitio, y vuelvo a la sala.
¡¡¡Gooool!!! grita el comentarista de deportes y mi marido se agarra de los pelos. ¿Pero, qué hiciste?, ¡si pudiste haberla parado!, increpa al portero de su equipo. Me exaspera verle ahí, echando un pleito a la tele como un niño, cuando podría estar hablando conmigo sobre la importancia de encontrar el punto clave que une a hombre y mujeres. Además, hay que preparar la cena y hoy no lo haré yo. Segurísimo. Reivindico mi libertad. Hoy me declaro en huelga. Estoy enojada de verdad.
Me siento en el sofá, y le quito a Roberto el mando de la tele. El me mira estupefacto y yo, mordiéndome los labios, le susurro al oído: por si no lo sabes, en la sexta están poniendo un debate interesante, y en la dos va a empezar la película los puentes de Madison. El mando, hoy, es mío.Roberto va a decir algo, pero yo vuelvo a susurrar, señal de que estoy perdiendo el control de mí misma; sabes que me encantan las películas románticas, esas que hacen dormir sin pesadillas, voy a verla. Quizá hasta tenga la suerte de tener un sueño erótico, aunque sea contigo.
Roberto se da cuenta, al fin, de que algo diferente está adueñándose de la sala. El aire se ha enrarecido. Cierra su caja de deportes, la aparca a un lado de su cerebro, y abre la caja de marido. Me mira sonriendo. No entiende mi enojo y piensa que bromeo. Me quita el mando y me da un fugaz beso en la boca. Ah, se siente. Me dice. Y añade; yo cogí el mando hace rato. Es mío. Haberlo cogido tú antes. Vaya… el sarcasmo de la frase, me desconcierta. Creo entender lo que dice entre líneas. Qué se piensa este estúpido. ¿Qué me gobierna, que soy su esclava?… Le quito de nuevo el mando y busco la película. Roberto ya sabe que no es broma. Pero, ¿qué te pasa? ¿Tienes la regla o es la menopausia? Me pregunta enfadado. Roberto se hace de nuevo con el jodido mando de la tele. Yo se lo quito, él me lo arrebata, y jugando al ping-pong, pasamos un par de largos minutos. De pronto suelto una carcajada. Y, mi marido, del que sigo enamorada como una tonta. Empieza a reír también. Tú te lo pierdes, le digo mimosa. A lo mejor, si me animo, me pongo para dormir el trapito minúsculo que me regalaste el día de los enamorados. Eso no cuela amiga, ya no cuela, me dice mi marido. Esta noche el mando es mío. Serás antipático, le digo. Eres más ácido que un limón verde. Y tú muy liosa. Prometes y prometes y después nada de nada. No sé si lo hice de bromas, pero le pegué con un cojín en la cabeza. Él me devolvió el golpe con el otro cojín y acabamos enfrascados en una batalla y, riendo a carcajadas.
No pienso contarles cómo acabó la noche, solo diré que, sí, que hombres y mujeres pensamos diferentes, porque así fuimos creados, y que no importa esa diferencia, siempre que nos enfoquemos en encontrar el entendimiento.
Convivir no es fácil. Pero, eso, cuando no hay amor. Cuando el amor existe, los cerebros se buscan, se alinean, se encuentran… Somos seres humanos con la misma valía y, el mando solo sirve para canalizar la tele. Somos distintos; no es cuestión de ahondar en lo que nos separa, sino en lo que nos une. Solo entonces el mundo será más justo y llevadero.
Pero, Roberto, te aclaro que, a partir de ahora, las tareas de la casa van a ser justamente compartidas. Te lo juro como mujer poseedora de un maravilloso cerebro capaz de hacer muchas cosas a un mismo tiempo.
Qué suerte tiene tu marido
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