Rubén Mettini – El fantasma enamorado

El fantasma enamorado

La amaba tanto que, cuando murió, volvió como fantasma para seguir con ella. No había tenido el coraje de confesarle su amor mientras vivía en un campo vecino al suyo, y luego lo atropelló el tractor.

Asunta lo había ignorado antes y, también, ahora. Seguía cultivando sus campos con una yunta de bueyes y no quería que la mecanización destruyera sus esfuerzos. Hallaba verdadero placer en sembrar y en cortar las mieses crecidas. Nunca había pensado en el amor.

Él levantaba la cortina de la entrada de su puerta para que Asunta pasara o, al amanecer, le abría dulcemente los postigos para que despertara.

Asunta era una buena mujer, pero prosaica. Si notaba el rechinar de una puerta suponía que era el viento. Cuando murió su gato, dijo que eran fiebres.

Él no tuvo otro remedio que hacerlo. El micifuz dormía a los pies de su cama y ese lugar lo quería para sí mismo.

Los otros le decían que un fantasma la perseguía. Que, un día, iba montado sobre el buey y, otro, que lo habían entrevisto en el relumbre de la hoz. Asunta respondía que eran pamplinas.

Y el fantasma, sin poderle demostrar su presencia, sin tener voz humana para decirle que la amaba, silencioso, seguía acompañándola.

Cuando Asunta comía el blanco pan, él se sentaba frente a ella, a la mesa, para verla alimentarse y, cuando se peinaba con sus dedos su desordenada cabellera, el fantasma fijaba los ojos en su espalda y en la melena leonada.

Cada noche se sentaba a los pies de la cama y la contemplaba dormir con los ojos fijos en sus ojos cerrados. Escrutaba su sueño. Se quedaba inmóvil para no despertarla. Delicadamente, a las cuatro arreglaba una arruga de su manta y a las seis se ponía de pie para entreabrir el postigo.

No le importaba esperar.

Luego murió su perro. Asunta dijo que era la peste que había llegado hasta allí. Esta vez él no tuvo nada que ver. Asunta tenía razón.

Al cabo de un tiempo, el fantasma notó en el blanco cuello de Asunta el nacimiento de un bulto. Tenía confianza. Sabía que su amada no tardaría demasiado en dejar la siembra y la cosecha. Sabía que la campesina pasaría largos días en la cama, protegida por su presencia.

Un día ya no le sería necesario abrir los postigos porque, al amanecer, Asunta seguiría durmiendo.

El esperaría. Y un día se reunirían. La vería aparecer impoluta, con sábana almidonada, y entonces sí, del otro lado de los campos, sería capaz de declararle su eterno amor.

Rubén Mettini

Deja un comentario