Rosario Valcárcel – El seminarista

EL SEMINARISTA

¿Eres tú, mi príncipe? –sonrío / ¡He esperado tanto tiempo! / Y él la tomo en sus brazos.

La Bella Durmiente, Charles Perrault

Esta pelota fue un regalo, yo no la encontré.

Este fue el acontecimiento de mayor relevancia del verano. Estaba hecha de goma, de plástico de muchos colores. Siempre coleccionamos posesiones materiales, por seguridad, vanidad, o quizás por comodidad. En este caso el obsequio decía muy poco, pero hoy -buscando en el cuarto oscuro de los recuerdos- la he vuelto a encontrar.

Fue en agosto. Néstor acostumbraba a venir a nuestra casa cuando iba a la playa. Le servía de balneario y, de paso, mi madre le invitaba con algún menú exquisito, de los que ella preparaba tan bien. Nosotros vivíamos muy cerca del mar, tan cerca que oía revolotear sus olas, emprender el vuelo y tocar en mi puerta.

Una mañana apareció con la pelota y me la dio. La pelota tenía la apariencia de un ojo. Me miraba, parpadeaba, me acosaba, me perseguía por todas partes. Yo le tenía miedo.

Jugábamos por la casa con la pelota. Néstor era delgado rubio, reservado y con una mirada clara, profunda. Llevaba siempre un pantalón corto. Mis vecinas decían que estaba estudiando para cura, que era un hombre de Dios. Sus padres lo habían internado, desde muy pequeño en un colegio regido por los padres franciscanos y, ahora había ingresado en el Seminario, preparaba lo que él llamaba su vocación.

Le gustaba la playa, las olas, las rocas, el acto de despojarse de las ropas, jugar con las tiritas de mi bañador rojo, desabrocharlas. Le gustaban mis piernas metidas dentro de los charcos, mi flotador, el mar que nos observaba como una divinidad superior.

Aquella esfera tenía un gran sentido de la orientación y recordaba los lugares de un modo sorprendente. Estaba enseñada para que siempre entrara en el cuarto oscuro, así llamábamos a una de las habitaciones de mi casa; tenebrosa, cubierta de humedades y con un olor que se me antojaba de tumba. Era el reino del miedo. No tenía ventanas por lo que la luz era pobre, entonces los ojos de Néstor se abrían como si fueran los de un gato en la oscuridad; iluminaba la escena, y el leve estrepito de las olas agitadas por la brisa se mezclaba con la reverberación del balón en el suelo:-¡zas! ¡zas! ¡zas!

Un día Néstor inventó un juego, él tiraba la pelota y yo debía ir a buscarla. Nadie podía saberlo. Yo estaba en pleno ardor de la adolescencia, destacaba entre mis amigas, era la más alta, la más desarrollada. Absorta en el juego corría rápido. Aceptaba lo que él me pedía, cumplía religiosamente lo pactado, entraba una y otra vez en aquel aposento en busca de la pelota, pero no podía evitar una sensación de pánico frío y sigiloso que me invadía la mente, un pacto que acrecentaba el deseo carnal. Un pacto siniestro.

Allí había una cama grande, de las antiguas, de hierro con un colchón de crin muy duro; crujía. Aquella estancia me daba miedo, veía sombras ilegibles, sombras que se cruzaban que se movían, que hablaban. Quizás era el demonio que se escondía en la oscuridad.

Fatigada me tendía con la cara pegada al jergón para buscar la pelota. Sabía que tenderme boca arriba era deshonesto, evitaba las posturas que los mayores llamaban indecentes. No comprendía el juego, ¿pero qué haría sin el misterio? Al verme, se excitaba, se tiraba de bruces sobre mí, me tapaba la boca y a pesar de mi desacuerdo, me atrapaba, me arrancaba mis pantalones cortos. No tenía reparos, apretaba mis manos con frenesí detrás de la espalda, me retenía con fuerza, balbuceaba algo, pero no conseguí entender ni una sola palabra. Me contagió su desasosiego.

El pretexto era encontrar la pelota. Al principio confundía las sensaciones que me provocaba. Confusa, sentía agitación, temblor, calor, mezclado con bienestar. Advertía que su respiración se le volvía más ansiosa, notaba la calidez de sus muslos desnudos cuando los rozaba con los míos. Yo suspiraba con los ojos cerrados, me ardían las mejillas, movía las manos, movía el cuerpo entero y noté un dulce placer en las entrañas.

Y aunque sabía que estaba atrapada, me gustaba respirar a través de él, acercarme, buscar su aliento, rozar su boca con mis labios. De pronto acarició mis pechos, y a mí me invadió un escalofrío tan intenso que me giré rápidamente y me escabullí, aunque hubiese deseado quedarme a su lado, pero el miedo a ser sorprendido por mamá y la idea del pecado me perturbó. Sí, sí, la oscura idea del pecado sujetó gran parte de mi vida y, cuando lo recuerdo lo lamento tanto, pero los tabúes los llevamos adheridos a nuestro ADN.

Su mirada era inexpresiva, pero en seguida se hizo relampagueante. Era tan seductor y estaba tan guapo con su bermuda que parecía moldeado por los dioses. Él quería ser amado y yo, aunque disimulaba también quería, aunque huía, huía.

Y no sé cómo ocurrió, pero un día tomó mi mano y con una gran suavidad la llevó a ese lugar suyo, escondido. Mi madre me había dicho que era un amigo de mi tío Lo apreciaban mucho. Mis dedos tropezaron con su joya; estaba caliente. Era un lugar suave y aterciopelado que, al notar mi presencia sufrió una gran metamorfosis. Sometida por él, sentí una excitación desacostumbrada. Él me devoraba con sonrisa de complicidad.

-Sera nuestro pacto secreto, dijo con una sonrisa.

Tenía chispa, gracia y rapidez. No supe que contestar a aquella infinita locura. Pensé correr por el largo pasillo de la casa pero la tentación era superior a mí, así que embobada, cerré los parpados y acerqué mi cuerpo a él.

-Si tú quieres -dije, finalmente.

Estaba de moda el cine religioso donde las monjas y los curas eran los protagonistas. Las veía todas. La historia de Bernardette, la niña a la que se le apareció a la Virgen en un pueblo cercano a Lourdes. Me impresionó; creo que Henry King la dirigió y ganó algún Oscar.

Él jugaba igual que un viento huracanado, me derribaba una y otra vez, como si quisiera talar mi árbol, cabalgarme en el chirriar tenebroso del colchón. En aquel partido no había espectadores, solo dos fotos llenaban la estancia, en una de ellas, se me veía a mí en la playa de Las Canteras. Y yo, -como decía mi padre- estaba más guapa que Rita Hayworth, más guapa que Lauren Bacall. Tenía una frase graciosa: apuntaba que conmigo se había roto el cliché. La otra fotografía era la de Mi Primera Comunión. La imagen respiraba silencio y júbilo. Y la tarta de galletas, que mi madre hacía con gran amor, presidía la fotografía.

Néstor, parecía que se había aliado con Satanás, con sigilo, me arrastraba a la cama, se entrelazaba sobre mi cuerpo, me acariciaba los pies, pasaba los dedos por mis uñas pintadas de color fucsia, se detenía en mis meñiques flacos y un poco retorcidos. Me contaba acertijos y chistes picarones. Y en el momento que estaba a punto de levantarme, de saltar de la cama, de ir en busca de la pelota, me sujetó en un estrecho abrazo. No se podía estar quieto, era un comportamiento poco decente. Entonces, yo sentía como temblaba su cuerpo cálido, cómo se le endurecía el sexo bajo el bañador.

Yo quería y no quería, el sí y yo no, el poder y la sumisión. No sabía jugar. Le daba pequeños besos y dejaba que besara mis mejillas, mis orejas, que rozara sus labios en mi cuello, en mi boca. Estaban ardiendo. ¡Cuánto me gustaba, casi anulaba mis sentidos!

Es rígido, resistente y accidentado, atrevido, y por delante agujereado/y, de tanto golpear la ranura, agotado.

-¿Qué cosa es? -me preguntaba, mientras estudiaba mi reacción, esperaba que dijera algo. Entonces muerto de la risa me dio la solución inesperada: Una llave.

Confinados en aquella habitación retozando con sus extraños caprichos, buscaba el fuego sagrado, el aliento que despierta el alma. Retrasaba el regreso a su casa, el deseo se incrementaba y la oscura habitación se convirtió en un sueño.

-Quiero juguetear contigo, insistía. Encontrar tu cerradura.

Con mi espíritu romántico, me empecé a encariñar con las travesuras de Néstor y solo pensaba en una hora, en esa hora en que llegaría mi apuesto galán. Comprendía que no podía competir con sus amigas tan sabias, tan mayores respecto a mí. Yo era casi una niña; menuda, delgada y con poquito pecho. No sé por qué, pero no me crecían. Mi pelo era lacio, de color castaño, mis ojos grandes y felinos, y gracias a los míos y a los de la pelota, iluminados podíamos movernos a gusto en aquella oscuridad en donde todo se desvanecía y no quedaba más que un susurro sin aliento.

Una tarde le pregunté:

-¿Tú vas a misa todos los días y te confiesas?

-No comprendo por qué me haces esa pregunta.

Entonces le expliqué que yo había cambiado de confesor.

-¿Por qué?- ¿Qué te ha preguntado?

– Quería saber muchas cosas: -Si había tenido malos pensamientos, si había leído cuentos picantes, revistas escabrosas u obscenas. -Quería saber mis sueños. Quería saberlo todo- Y en un momento determinado, el sacerdote dijo de pronto:

-¿Alguien ha acariciado tu cuerpo? -¿Te has dejado tocar? 

Sentí mucha vergüenza. Pagué mi penitencia y no volví más, a pesar de que me dio consejos para una buena vida y una santa muerte. Muerte, muerte, muerte repetía, mientras yo veía las llamas del infierno. Estaba aterrada.

La conversación surgía, siempre, en aquella cama, en aquella habitación oscura, donde mi seminarista, con un poder especial, acechaba mis reacciones, mis debilidades, mis miedos, mientras yo me imaginaba que desfilaban brujas, que se camuflaban en las paredes y palpitaban con sus indecencias sexuales al mismo tiempo que nosotros.

Sentada en la oscuridad miraba con pudor su rostro y su sonrisa dulce; reclamaba mí atención. Le gustaba jugar con las tiritas de mi bañador rojo, desabrocharlas. Un día el lugar se llenó de encanto y la aventura lo inundó todo. Nunca me habían acariciado de esa forma.

Si tuviera que elegir un recuerdo, una sola imagen de todos los instantes tiernos que vamos guardando a lo largo de la vida, me tendría que fallar mucho la memoria para olvidarme de mi seminarista.

Rosario Valcárcel

Blog Rosario Valcárcel

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