Defender mi integridad
Una alarma empezó a sonar en mi cabeza. La misma alarma que me anunciaba aquella pesadilla. Pero ahí estaba, tocando otra vez a las puertas de mis entrañas, acelerando mis pulsaciones, contrayéndome la mandíbula para hacerme revivir el mismo episodio que seguía latente en mi vida. Tendí la vista por el dormitorio donde las sombras de la sospecha comenzaban a dibujarse. Le pregunté si había abandonado la medicación y comenzó a reír entre dientes; fue la primera señal, el estremecedor aviso. Luego me besaría, me rodearía con sus brazos, ataría mis manos dejándome a su merced y me golpearía. Me abracé a él y le pedí que no lo hiciera, sería su perdición y él lo sabía.
Se cubrió la cara con las manos y gimoteó antes de que las convulsiones le sacudieran el cuerpo.
–No puedo parar –dijo, acariciándose el pene.
La pesadumbre había desaparecido de su mirada y el deseo, anidando en sus pupilas, las hizo brillar con luz libidinosa. Se deshizo de mis brazos y se encaminó a la cómoda donde guardaba las esposas, el látigo y el antifaz.
–Eres una puta –me escupió a la cara–. Va siendo hora de que te trate como lo que eres –su voz sonó resquebrajada, no salía de su boca, sino de la boca de la persona en que se había transformado. Como un castillo de naipes, mi temple se desplomó y las piernas comenzaron a aflojarse.
Me arrancó la ropa y recorrió mi cuerpo con su lengua voraz. Sabía lo que vendría después. Las contusiones, el quebranto de los huesos, los cortes de los latigazos…
Los chasquidos del látigo sonaron en el aire, consiguiendo su erección; pronto sentí el primer trallazo en el cuerpo rasgándome la piel.
–Esta vez será diferente –le habló a mi oído. Se deshizo de las esposas y cogió un par de grilletes unidos por una cadena. Se arrodilló ante mí para colocármelos en los pies. Me mantuve en silencio, los ojos clavados en el falo de hierro que reposaba en la mesa de noche próxima a mí. Con manos temblorosas lo alcancé y, sin pensarlo más, lo descargué contra su cabeza con toda la fuerza que me aconsejaba el terror que me recorría.
No quise mirar, no era necesario. Noté el calor de su sangre salpicándome los muslos y supe que todo había acabado. Me despojé del grillete que aprisionaba uno de mis pies y me vestí a la velocidad de un rayo. Ahora tocaba entregarme. y no sabía si, por defender mi integridad, me encerrarían bajo la acusación de violencia de género.
–Nunca entenderé por qué no lo denuncié la primera vez –respondí a la pregunta del policía que tomaba nota de mi declaración–. Tal vez pensé que merecía otra oportunidad; había empezado su tratamiento con el psiquiatra y las visitas al psicólogo. Tal vez fue por el amor que sentía por él…
Isabel Santervaz
Un relato muy bueno, con el habitual dominio que tiene Isabel Santervaz en sus cuentos.
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