Vergüenza post mortem

En los últimos años, se ha hecho frecuente asistir a entierros de amigos y familiares contemporáneos que han adelantado su partida. En el regreso a casa se nos vienen momentos compartidos; evocamos sus voces, gestos y maneras, que en vida no mostraban con tanta claridad. 

En el caso de familiares y amigos cercanos, cuando nos toca acompañarlos a recoger sus pertenencias, entrar en sus habitaciones nos parece que estamos profanando un lugar sagrado, hurgando en el alma del difunto. Al mismo tiempo, mientras revisamos sus gavetas y armarios, sobrecoge la sensación de descubrir partes de la vida que desconocíamos, aun cuando los tuviéramos cerca: manías, hábitos, pasiones, frustraciones ocultas, amores y desamores.

El difunto queda desnudo y no sólo frente al tánato estético; también ante el deudo que abre el armario y respira el olor guardado entre las gavetas. Algo así pudo pensar mi abuela Dolores, que en sus últimos años cuidaba en exceso el aseo personal, porque no quería que la muerte la sorprendiera sin bañarse y haber cambiado su ropa interior. La muerte, decía, hay que esperarla con ropas limpias. También las neveras, abuela, le respondí en su momento, y sentí el golpe del garnucho que me estampó en la frente ante mi insolencia. Ese porracito que se da con el dedo medio después de retenerlo con el pulgar.

Niria Suárez