FOTO-RELATO El parque

El parque

Llegué temprano al parque. Apenas había nadie. A lo lejos la silueta de un hombre leyendo un libro. Me acerqué al estanque y vi hermosos peces de colores que paseaban en sus aguas. Las mariposas revoloteaban traviesas alrededor de las plantas y las fuentes comenzaban a despertarse.

Me senté y observé que, poco a poco, a medida que iban avanzando los minutos, por sus amplias puertas entraban niños con sus padres de la mano, parejas que se miraban, algunas con dulzura y otras con casi indiferencia, como si el otro se hubiese convertido en una extraña sombra que le acompañaba; jóvenes calzados con deportivas que cincelaban su cuerpo, y ancianos que habían abandonado parcialmente su encierro para respirar fuera de las paredes que les aprisionaban. En dos de ellos detuve mi mirada.

El primero, un hombre alto, encorvado, vestido con pantalón y chaqueta, agarraba su silla de ruedas, que usaba como un andador. Mientras, su hijo, orgulloso, iba unos pasos por delante grabando con su móvil la escena. Todo un logro, pensaría. Mi padre es un héroe, mi héroe.
De pelo blanco, recogido en una pequeña cola, bien vestida con un sencillo traje, unas sandalias y unos calcetines, la vi. Caminaba junto a hombre de mediana edad. Se sentaron y vieron a la gente pasar. No cruzaron palabra alguna, pero no hizo falta. Pronto me di cuenta de que los que estábamos allí éramos para ellos parte de aquel parque, de aquel escenario… El tiempo se había detenido. Se miraban, entrelazaban sus manos y juntaban cariñosamente sus cabezas. En un momento determinado, ella, con dificultad, se acurrucó en su pecho buscando la protección deseada por un niño en el de su madre. Jamás había visto una imagen tan bella. Sería una de las fotografías que guardaría en mi álbum vital. Parecían dos enamorados y lo eran: madre e hijo, unidos por el hilo del amor.
Me levanté para escuchar a unos metros la melodía de unos músicos callejeros.
Minutos después, a mis oídos, llegó otro sonido: el de una sirena que se acercaba a gran velocidad.
Al volver a mi banco pude observar una escena igual pero distinta de la que había dejado: la anciana seguía acurrucada en el pecho de su hijo, pero este ahora lloraba. El viejo corazón se había parado.
Alrededor la curiosidad se instaló: hombres y mujeres miraban e incluso, fotografiaban y grababan lo sucedido. Un cuadro que había cambiado y en el que aquel hombre que empujaba una silla de ruedas, se había sentado en ella y huía, llevado por su hijo, para dejar atrás esa imagen que le recordaría que la Muerte, cada día más cercana, vendría también a por él.

Carmen Quesada

2 comentarios

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s