Mi abuelo nunca mentía
Había muerto aquella misma mañana. Colocaron el ataúd en medio del salón. Yo nunca había visto un cadáver y mamá prefirió impedirlo: decía que era demasiado impresionable. Así que pasé el día entero en mi dormitorio, escuchando llantos y rezos a través de la puerta. Fue el día más largo de mi vida. Solo quería que se lo llevaran. Mi abuelo me había advertido que, cuando muriera, vendría de noche a darme un sopapo, y él nunca mentía.
Cuando por fin el féretro salió rumbo al cementerio, tomé mis precauciones y me oculté bajo la cama. Con los ojos cerrados y la voz atrapada en la garganta, solo oía el péndulo del reloj marcando los segundos.
No tardé en sentir sobre mí la descarga del anunciado golpe: un tablón del somier se desprendió y cayó de lleno sobre mi cuerpo.
Mi abuelo nunca mentía.