Maruja Salgado – El cementerio

El cementerio

Para que todo fuera a la par entre ellas, a Nena y Maruja también las unió la tragedia. Nuestras protagonistas estudiaban juntas, gamberreaban juntas, iban juntas a la biblioteca a elegir el libro que se intercambiaban… Así, en común, todo. Si debían hacer gestiones, se acompañaban una a la otra, ya fuera por Gáldar o incluso en Las Palmas, ¡con lo difícil que era llegar!

En el físico no podían ser más diferentes: Nena apuntando a alta, delgada, una sonrisa que no dejaba escapar del todo, para que no se notara el comienzo de su diente postizo y unos ojos que, si Juan Ramón Jiménez no se me hubiera adelantado, ahora compararía con dos escarabajos negros y brillantes, igual que su pelo. Maruja tenía unos cuantos kilos que no deberían haber sido suyos, ojillos verdosos y una boca continuamente llena de risa; de carcajada fácil.

Un mes de julio de aquellos sesenta y algo, murió la abuela de Maruja. Cada sábado, su amiga bajaba la cuesta de El Tonelero a encontrarse con ella; ya la esperaba con un ramo de claveles rojos enormes, que su tía cultivaba en un cajón de la azotea. Juntas caminaban atravesando el Jordán hasta el cementerio. En septiembre murió el padre de Nena y fue enterrado unos cuantos nichos más allá. Juntas repartían el ramo de claveles y cada una ante el mármol del ser querido, se adentraba en la comunicación con su recuerdo por unos minutos. Al traspasar la salida volvían a su natural. Ahí solía venir una de las ocurrencias de Nena: Vamos a sentarnos en el centro de la carretera, si viene algún coche nos levantamos corriendo. ¿Y si no nos da tiempo? ¡Qué sí da tiempo! ¡Ay, ay, ay…! Temía Maruja, mientras ocupaba un sitio al lado de su amiga sobre el asfalto. Juntas siempre.

Maruja Salgado

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