Poesía

Le observaba desde mi ventana. No le gustaba los tropiezos mundanos de la mañana. Noctámbulo, vagaba por las calles a altas horas de la noche. Como un errante saciaba su apetito de dramaturgo inconformista buscando con la mirada nuevas historias. Le gustaba vestirse con harapos. Fingía que era un vagabundo para que nadie lo reconociera. Justo enfrente de mi casa divisaba el parque donde terminaba su paseo. Antes de volver a su ático, solía recostarse en uno de los bancos para husmear en las conversaciones ajenas, pero no tardaba en levantarse. El quicio de la noche fría lo hacía regresar a la calidez de su chimenea. Ayudado con su bastón, el regreso lo hacía cruzando el puente. Sobre él solía detenerse. Avistaba embelesado a las luciérnagas, que revoloteaban e iluminaban la oscuridad del río como sus ideas alocadas y poéticas. La última vez que lo vi por los recovecos que tiene el barrio, el cielo se veía más estrellado, como el de esta noche.

Eramos vecinos. No era muy sociable, pero conmigo mantuvo una buena relación. En ocasiones, me tropezaba con su presencia en la subida de la escalera del edificio. Recuerdo su guiño cariñoso dándome las buenas noches, pero con su estilo. Muy lorquiano y borgiano, solía recitarme algunos versos como ‘Las estrellas no tienen novio’, pero ‘desearía ser la noche para mirar tu sueño con mil ojos’. Continuaba diciéndome de su propia cosecha: “Acabo de ver otra luciérnaga brillar, sube las escaleras y es poesía. Como decía Bécquer, ‘poesía eres tú’.” Puede que sea cursi, pero para mí era el poeta de la noche, aunque citara a otros grandes. Lo echo de menos, aunque desde mi ventana le siga viendo, aquí abajo y ahí arriba, efímero, como las estrellas que también vagan cada noche en el firmamento.

Rosario Ibrahím

Fotografía de Alan Cornu