Francisco Lezcano Lezcano – El peligro de ser saxofonista

 

El peligro de ser saxofinista

Julio se apeó del tren. Cansado por tantas horas de traqueteo le dolía la espalda y los riñones. Había sido un viaje duro, toda la noche en vagón de tercera clase, completo de campesinos y obreros que olían a sudor añejo, a pies y a nicotina.

Eran las siete de la mañana. Estaba brumosa la estación y hacía un frío cortante, causa de la rápida desaparición de los viajeros camino del exterior.

Sonó el silbido agudo de un tren a punto de arrancar. Una joven con los zapatos en la mano, llegó corriendo y pudo atraparlo por los pelos perseguida por los pitidos desaforados de un jefe de estación.

Un grato olor a café, proveniente del final del andén, hacia la salida, le atrajo. Echó a andar, mochila en bandolera y sujetando con la derecha el maletín de su saxo, que a la muerte de su abuelo Zenón, la abuela Eugenia, sabiendo el afecto que se tuvieron el alegre viejo bonachón y él, se lo había regalado para animarle y alimentar su gusto por la música. Su abuela lo envió pronto, tres veces por semana, a casa de Don Manuel, el giboso, músico de la Orquesta Municipal, para que le enseñara a tocar el saxo. Aprendió muy rápido porque tenía magníficas dotes. Pero le fue dificil soportar las bromas de los mozos del pueblo, que se burlaban de él llamándole el trompa, elefante o simplemente trompeta. Choteándose la preguntaban si con tal herramienta pensaba arar la tierra. Entonces Julio sólo tenía l4 años.

Harto de tanta borriquería, el 7 de enero de 1947, se presentó voluntario para hacer la “mili” en el Cuerpo de Aviación. Los tres meses siguientes los pasó en el campo de Gramiles cumpliendo el penoso período de prácticas. Después de la Jura de Bandera, gracias a la recomendación del capitán Galarreta y de otros oficiales, lo trasladaron al cuartel del Estado Mayor, donde continuó hasta su licencia el 31 de diciembre de 1948. Estuvo integrado en la Banda Militar, como músico y maestro. Salió de la mili por la puerta grande, con una alta reputación de saxofonista y la firme decisión de no regresar a donde volverían a tomarle el pelo y además nada tenía que hacer entre vacas, ovejas y patatas…

Cuando empujó la puerta de la cafetería, un embate caldeado del mal olor humano le golpeó el rostro. Muchos fumaban y la mayoría voceaba, algunos garrulos de los que habían viajado con él estaban allí. El lugar tenía muy poco de acogedor, pero afuera hacía frío y su vientre gorgoteaba exigiendo alimento. En el local, abarrotado, buscó con la mirada un sitio libre.

Un anciano, bastón en mano, abandonó su mesa. Julio, al no ver a nadie esperando, aprovechó la oportunidad para sentarse. Hizo señas al camarero que, bandeja a rebosar, llevándola en volandas sobre las cabezas, se apresuraba de un lado a otro y , aunque parecía no enterarse de nada, a los cinco minutos depositó sobre la mesa de Julio, una ración de churros en su punto y una gran taza de chocolate; permaneció un par de segundos observando y como no hubo objeción, se alejó zigzagueado entre las mesas.

El anciano del bastón había olvidado o abandonado su periódico. Julio lo abrió por la página de anuncios para buscar una pensión en el listado de las económicas, esperando que no fueran nido de cucarachas, espacio aéreo de mosquitos o laberinto de ratones, tal como en la Pensión del Pilar de su pueblo.

Tres le parecieron recomendables. Soltó el periódico y pagó la consumición al dinámico camarero volante. Su bandeja parecía planear con autonomía sobre los clientes y que el camarero colgaba de ella.

Al salir, el frío se hizo más patente, sintió dolor en el borde de las orejas, como si el aire tuviera filo de navaja de afeitar. Se alegró de haberse traído orejeras en un bolsillo del abrigo. Se las puso y aliviado sacó de otro bolsillo un mapa de la ciudad que temblando desplegó para intentar localizar las pensiones. Un joven de buen aspecto, abrigo de “niño bien” y bufanda doble vuelta con los colores de Cataluña, se le acercó sonriendo, aunque Julio lo miraba de través. Le dijo que no se inquietara, que le había visto en la cafetería buscando pensión en el diario y pensaba que la de su tía Vanesa podría interesarle… Limpia, económica.

Julio había oído tantas nefastas anécdotas acontecidas a pueblerinos, nada más poner los pies en la ciudad, que continuó con su desconfianza. Pero el chico explicó que enganchaba clientes para la pensión de su tía por una comisión para sus estudios de farmacia. Le tendió una tarjeta: Pensión Vanesa , calle los Rosales N-7 – Segundo piso.

Intercambiaron sus nombres: Fernando Farrand…Julio Santa María. Se dieron la mano y sin más se distanciaron en direcciones opuestas.

Mirando el mapa mientras andaba comprobó que la pensión estaba muy cerca, entonces optó por ella… además el saxo empezaba a cansarle el brazo.

Cruzó en diagonal una gran plaza perimetrada de arcadas, cafeterías y comercios de pequeño standing. Tuvo que rodearla hasta encontrar la calle de Los Rosales. Al comienzo media docena de peldaños de piedra gris y al frente una línea recta de asfalto, a pérdida de vista, desalentadora. Pero, afortunadamente, el número 7 estaba a posos pasos a su izquierda. La casa tenía cuatro plantas que, si ser art-nouveau, podrían dar el pego. Balaustradas de hierro forjado muy de los años veinte. Sobre el balcón del segundo piso un panel apaisado anunciaba: Pensión Vanesa. Julio se acercó al portal y pulsó el timbre, pero constató que la puerta estaba abierta. Desde arriba una voz femenina le instó que subiera. Ascensor, a la izquierda.

A la entrada de su pensión, la señora Vanesa esperaba. Julio la miró con timidez, era guapa, alta, buen tipo, una sonrisa encantadora. Aparentaba unos 40 años. Vestía con simplicidad y buen gusto. Lo invitó a pasar mientras le decía que su sobrino ya le había hablado por teléfono de la posibilidad de su llegada. Julio entró, dejó la maleta del saxo en el suelo y se libró de la mochila. La mirada que echó alrededor le tranquilizó. Todo estaba limpio, impecable, aunque la decoración un poco kitsch y sobrecargada. La señora Vanesa habló de la habitación que tenía libre, insistiendo en que era bonita y barata.

La casa tenía muchas habitaciones con puertas azul pastel y tres o cuatro de tono rosa.

Cuando la señora Vanesa abrió una de las puertas azules y le mostró el interior Julio se quedó encantado. Limpieza, aroma de lavanda. Una magnífica cama doble, un armario, una mesa de trabajo, dos sillones, amplitud y un balconcillo estrecho. No se lo pensó dos veces. Alquiló. El precio le pareció muy conveniente, incluso bajo, podría económicamente aguantar nueve o diez meses, en los que esperaba encontrar trabajo como músico saxofonista.

Tardó una semana en darse cuenta de que en realidad la Pensión Vanesa era una casa de citas, muy discreta. Y que su presencia tenía función de tapadera, pero fuera lo que fuera, decidió quedarse porque la señora Vanesa lo trataba muy bien y, además, sus asuntos eran sus asuntos, a él ni le iba ni le venía.

En los días que siguieron, tanto pateó, proponiéndose de local en local como saxofonista, que no pudo salir de la pensión, en varios días, por las llagas en los pies y la hinchazón de los tobillos.

La señora Vanesa vino a verlo por dos razones, la primera saber como le iba con sus molestias; la segunda preguntarle cortésmente, pero con tono de medio reproche, por qué no le había dicho que buscaba trabajo como saxofonista, cosa de la que se había enterado por la panadera del barrio. La señora se fue prometiendo que iba a hacer algo por él. Al rato le envió una de sus tres pupilas para que le curara los pies. Agua tibia con bicarbonato, traída en una jofaina. Pomada antinflamatoria, de árnica. Manos suaves. Perspectiva vertical sobre bonitos senos. Todo disfrutado en relax. Julio quedó como nuevo. La chica se fue.

La señora Vanesa volvió a entrar. Con sonrisa picarona y guiñando graciosamente un ojo, le preguntó si se sentía mejor. Julio se desempotró del sillón y sonrojado empezó a desplegar el vuelto de los pantalones que se había ecogido para el baño de pies. Por unos instantes la señora Vanesa le miró con una brizna de ternura maternal; después, con la actitud de alguien que trae una importante sorpresa, dijo que era amiga de madame Josephine, dueña del mayor y más elegantes burdel de la capital, donde cada tarde actuaba una magnífica orquesta necesitada de un buen saxofonista. A Julio el corazón le dio un vuelco y el estómago se le contrajo como si hubiese recibido un puñetazo. La señora Vanesa concretó que había hablado y concertado una entrevista con el director de la orquesta. Le echó un beso volado y se retiró dejando a Julio desplomado de nuevo en el sillón, tembloroso como un estudiante frente a los exámenes de fin de carrera.

Fue el día de los Santos Inocentes cuando la señora Vanesa le comunicó que a las 5 de la tarde lo esperaban en el cabaret La Rosa Azul, de su amiga Josephine, para una audición.

Cuando entró en el cabaret se quedó asombrado ante el lujo del local y del magnífico escenario, ya ocupado por la orquesta. Se inquietó por la presencia de cincuenta saxofonistas de todas las edades y color que esperaban, unos en pie, otros sentados.

Mauricio Hernández, director de la orquesta, regordete y calvo integral, de estatura media y vestido con un smoking impecable, de reflejos ultramar, no tenía cara de buenos amigos. Saludó a todos con unas lacónicas buenas tardes y se puso a hablar, sin más preámbulo, de cómo se desarrollarían las pruebas. Llamaría, uno por uno, para que improvisar sobre el fragmento que la orquesta interpretara en ese momento.

A Julio se le hizo un nudo en La Nuez de Adán, pensando que allí tendría que haber gente muy buena y que, por lo tanto, las posibilidades de conseguir el puesto eran remotas. Cuatro candidatos desertaron y de mal talante abandonaron el local, gesto que no afectó a Mauricio Hernández. Los que permanecieron sonreían contentos de haberse librado de competidores.

Después de una pausa de quince minutos, empezaron las pruebas. Mauricio Hernández era exigente, tajante y expeditivo. Nada agradable. Al cabo de una hora sólo habían sido retenidos tres saxofonistas, uno de ellos, Julio.

Bruscamente, con un gélido “ya les avisaremos”, Mauricio Hernández los puso en la puerta de la calle.

Los tres se dispersaron de muy mal humor, sin pronunciar palabra, con el sentimiento ser víctimas de una tomadura de pelo, de un paripé absolutamente memo.

Julio regresó a la pensión desilusionado. Nada más llegar, la señora Vanesa le dijo que no se preocupara, que esperara, pero su optimismo no le hizo mella. Por la noche le envió la misma chica que se había ocupado de sus pies, pero con otra misión global. Julio no estaba para regocijos, así que abrió la puerta del dormitorio, la cogió en brazos y, disculpándose, con suavidad la dejó en el pasillo.

Dos días después a la hora de la siesta, estaba echado en la cama pensando si llamar al “hueso” Mauricio Hernández, cuando sonó el teléfono del salón, y oyó la voz de la señora Vanesa llamándole. Con rapidez abandonó el lecho. La señora le esperaba, emocionada, con el teléfono en la mano sin coordinar palabra para decirle que lo habían elegido en el Rosa Azul. Julio, con el auricular sobre la oreja, no acababa de creer lo que confirmaba Mauricio Hernández, lo repitió dos veces y colgó. Tres chicas en desavillé traslucido salieron de sus habitaciones puerta rosa y entre risas aplaudieron como niñas. Una nubecilla de perfumes refinados se difundió por la casa.. La señora con un aletear de manos las reenvió a sus qué haceres, y le dio a Julio un prolongado abrazo afectivo mientras le musitaba al oído que lo esperaban a las cuatro de la tarde.

Se presentó en el cabaret a la hora prevista. El señor Mauricio Hernández, vestido de la misma guisa que le había conocido, le recibió, brazos abiertos, con una sorprendente amabilidad. Parecía otra persona. Los músicos sonreían.

Ocuparon una mesa para firmar el contrato que, por insistencia de Mauricio Hernández, Julio leyó con mucha atención.

Estuvieron ensayando hasta las siete de la tarde. Al terminar, una mujer entrada en años, baja y regordeta, vestida de largo con tela vaporosa verde turquesa, tocada con un sombrerito que parecía un pudding,.llegó aplaudiendo. El señor Mauricio se apresuró a presentarla porque se trataba de madame Josephine, propietaria del local, que se aproximó comiéndose con la mirada a Julio. Lo felicitó encarecidamente y contoneándose le dijo que su categoría de saxofonista más que para La Rosa Azul merecía su otro cabaret, el de Beirut. Julio agradeció el cumplido con una reverencia y la más brillante de sus sonrisas. Madame Josephine permaneció mirándole alelada, reacción que satisfacía al señor Mauricio el cual ya se imaginaba en Beirut con toda la orquesta. Julio experimentó un cierto embarazo ante la gordita madame, sobre todo cuando le manifestó que le gustaría verlo en su piso al final de la jornada. Julio se excusó lo mejor que supo, declinó la invitación, en parte porque la llenita no le atraía en absoluto. Disculpándose se retiró, tan tranquilo, en dirección a la orquesta. Oyó a su espalda la voz de la madame expresando cuanto le encantaban los hombres que se ruborizaban.

A las 8 debutó con un éxito arrollador ante la flor y nata de la sociedad, cuerpo diplomático, militares. A partir de ese día, viernes, sábado y domingo, se convirtió en “el saxofonista del encanto” del gran cabaret La Rosa Azul, el más elegante de la ciudad.

Para regresar a casa de la señora Vanesa, utilizaba una salida oculta, al fondo de un pasillo, que daba a un callejón oscuro, única manera de eludir a las mujeres que lo acosaban cada noche al término de la actuación. Julio era joven y guapo, virtuoso del saxo y además se había destapado como vocalista, lo que incendiaba, más aún, a las histéricas de turno.

Una noche escapando furtivamente, un automóvil oscuro, a plenos faros, avanzaba de justeza por el callejón, paró y de él salió un negrazo de casi dos metros, muy meloso, que con gestos le hizo entender que madame Josephine lo estaba esperando en el interior del auto. Julio escrutó a través de los cristales oscuros, pero al no poder ver nada se negó a entrar.

Entonces el gigantón lo agarró por los sobacos y lo metió en el automóvil, donde la madame, muy emocionada, aguardaba. El conductor volvió al volante, y sin miramientos abandonó el cajón llevándose por delante varias cajas de cartón y un gato trasnochero.

Después de pasar tres veces ante el Rosa Azul que estaba completamente a oscuras, entraron en el parking subterráneo de madame Josephine. Y en volandas, agravadas por la amenaza de un revolver, el hombrón subió a Julio al dormitorio de la jefa.

Bajo la vigilancia del gigantón estuvo esperando la continuación de los acontecimientos si dejar de temblar. Al cabo de veinte minutos apareció madame Josephine en bata de seda, dispuesta a pasárselo a lo grande, pero no contó con que Julio, muerto de miedo, no estaba en condiciones de complacerla como ella deseaba. El gigante se había retirado muerto de risa.

Madame ensayó todo el abanico de su experiencia seductora, al fin desesperada llamó a gritos a su goliat negro que se mentaba Habibe y le ordenó llevar de vuelta a la pensión al “pedazo de carne de frigorífico”.

Al día siguiente se repitió la misma escena con idéntico resultado.

Al tecero, Julio abandonó el Rosa Azul sobre la punta de los pies, sin embargo, apenas andados media docena de pasos, la muralla negra, sonriente y pistola en mano, lo agarró por el cogote y lo forzó a subir al dormitorio de madame Josephine, que esperaba rodeada de flores, botellas de chanpagne y fotos de él por las paredes. Tampoco hubo forma. De nuevo Abibe lo llevó a la pensión.

A partir de este último fracaso volvió la normalidad, pero la dicha sólo duró un par de semanas, pues una noche, saliendo al callejón, de nuevo Abibe lo secuestró y con la misma actitud de fuerza lo llevó al Rosa Azul. Subieron en ascensor al último piso. El gigante le daba miedo y tenía conciencia de sus propis limitaciones frente a semejante montaña de músculos.

Habibe abrió una puerta y empujó a Julio al interior, que muy nervioso ocupó un robusto sillón de orejas. Habibe salió y cerró con llave ¡Era su habitación! En el aire empezó a oírse una agradable melodía ¿Nuevo decorado de la infatigable madame?

De pronto apareció el gigantón decidido a conseguir lo que no podía su ama. Se abalanzó sobre él susurrando lo mucho que le gustaba, lo atractivo que era. Rodaron por el suelo. Julio aplastado por la masa de músculos sudorosos que intentaba violarlo se puso a gritar, a sacudir puñetazos a diestra y siniestra, pataleó, se defendió como un gato panza arriba, el tiempo se le eternizaba y sus fuerzas dejaban de ser capaces de controlar el ímpetu de aquella montaña de incendiado deseo. Repentinamente la puerta reventó y madame Josephine surgió gritando como una loca, se lió a golpes de fusta con su Habibe, a la vez que un guardaespaldas, tan grande como el deschavetado gigantón, lo echaba a puntapiés y cogotazos amenizados con un par de tiros al aire…

Ser saxofonista tiene también sus peligros. Pero a los quince días toda la orquesta estaba, como dioses, en Beirut.

Francisco Lezcano Lezcano 

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