Roberto Iglesias – El llamador de Hipnos

El llamador de Hipnos

Este era un matrimonio maduro y bien avenido. Afín y complementario en todo aquello que compartían en común, similares en todo, salvo en dos peculiaridades: su físico y su modo de dormir. Ella era fuerte, exuberante con sus curvas,  poderosa en fuerza  y determinación, organizada  en sus actividades y triunfante en todas sus  cavilaciones. Él era, por así decir, su contrario: delgado, bajito, algo huesudo, parlanchín y fantasioso; del todo inútil  y por completo para terminar cualquier tarea con orden y sentido. Si fuesen un plato de comida, sin duda, serían una sopa: ella un garbanzo y él un fideo alargado, flotando a su lado.

Desde que se habían conocido, siendo jóvenes, permanecían unidos como ligados por un interés y una necesidad casi química: tal como la llama arde, por mor de ver consumirse a una madera, en obligado diálogo con el oxígeno. Y, sin embargo, algo les distinguía de modo radical. Ese algo solo se producía, de noche, en la intimidad de su dormitorio a la hora de dormir, en el modo como caían rendidos en el sueño profundo.

Para ella, iniciar el sueño era poco más que un proceso instantáneo como quien toca un interruptor de la luz y ya está. Pues a ella le bastaba con  ladearse en la cama en su posición preferida y cerrar los ojos, y  casi al instante se hallaba sumida en un sueño profundo como así delataba sus leves respiraciones de ronquido suave. Para ella caer dormida era algo así como quien tira una piedra redonda y pesada al  fondo de un pozo oscuro y al poco tiempo la escucha chapotear de modo exacto y nítido: ¡chof!

A él, insomne confeso, esa precisión le resultaba de los más exasperante pues ¿cómo lograba caer dormida tan pronto? Si no tomaba pastillas ni nada, ¿qué mecanismo usaba? ¿A qué tipo de pensamientos o fantasías se entregaba para dormir así de pronto y profundo? Así él, en más de una ocasión, durante el día, sospechoso de lo gratuito de dicha inercia, llegó a rebuscar con ahínco por el dormitorio marital algún tipo de envase de pastillas, algún tipo de frasco donde ella escondiese, camuflado entre los perfumes de su tocador, algún éter soporífero; inclusive llegó a rastrear la presencia de algún mecanismo secreto que acentuara tal ataque de repentino  sueño. Todo ello  sin obtener resultado alguno.

Algunas veces incluso se había atrevido a interrogarla momentos antes de su entrada en el profundo sopor:

–          ¡No sé cómo logras quedarte dormida tan deprisa! Anda no seas mala, dime tu secreto.

–          ¿Secreto? Ja ja. Ay, cari, pues cierras los ojos y ¡ya está! Es que tú eres muy complicado, ¿eh?

Respuestas así de obvias solo lograban arrinconarle en un silencio donde la ofuscación crecía alimentada por la rabia de la envidia. Pues a él tan solo le quedaba, como penosa alternativa, permanecer despierto mirando las tenues luces del exterior reflejadas en el techo del dormitorio como un tétrico teatro chinesco de sombras, mientras ella yacía allí a su lado campechana, roncando con disfrute alevoso de un placentero descanso desde el primer minuto que cerraba los ojos. ¡Sí! Lo consideraba algo  penoso e injusto, ¡muy injusto!; verla dormir allí relajada con esa carita de satisfacción como si la estuviesen dando un premio especial a la concordia y el descanso mundial.  ¿En qué estará soñando? , se repetía una y otra vez cada vez que la contemplaba a su lado.

Pero también hay que recordar que algunas noches, si bien pocas, las tornas se giraban y era ella la que saboreaba el desasosiego del insomnio. Entonces él aprovechaba, sin decir nada, a tomarse la revancha y se dejaba caer a plomo por la ladera rocosa que conducía a esa sima abisal que representa  el  sueño absoluto. Era entonces ella la que se giraba en la amplia cama como rebuscando su famoso detonador perdido y él se dejaba llevar hacia ese precipicio de ausencia de conciencia triunfante y victorioso rehuyendo totalmente sus requerimientos y sus lamentos por no poder conciliar el sueño con el vértigo acostumbrado.

Solo en  esos momentos, él  paladeaba con orgullo silencioso el haber descubierto sin querer, el secreto de su esposa y, como reacio a toda conversación, fingía estar dormido mientras las quejas lastimeras de ella se iban apagando en sus oídos como una hoguera nocturna que, a la intemperie lluviosa, nadie vela. Esa noche, él se giraba hacia su lado preferido de la cama absolutamente convencido de haberle arrebatado, por  tan solo un instante, su interruptor secreto y, sin piedad, lo pulsaba con la euforia de quien gana algo arrebatado por ser prohibido. Al final él descubrió que dicho secreto no era más que un convencimiento: acallar su conciencia y fingirse muerto.

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