Josefa Molina – La escritora

La escritora

mujer-escribiendo

Desde que la veía acercarse  a través de la cristalera, me apresuraba a poner en marcha la máquina de café para preparar el cortado. Un leche y leche largo que pedía acompañado de una imperturbable sonrisa. Siempre con el dinero preparado en la mano. 90 céntimos justos. Sin cambios de monedas, sin intercambios de frases, sin pareceres sobre el clima ni opiniones estúpidas sobre las últimas noticias del día.

Como todos, tenía su rincón favorito para sentarse. El más alejado de la puerta de entrada, pegado al enorme ventanal transparente. Entonces, iniciaba un preciso ritual. Su mano derecha se perdía en el interior del bolso. Aquel lugar secreto lleno de quién sabía cuántos tesoros por descubrir. Primero, la libreta, un cuaderno de hojas blancas, impolutas, que día a día iba emborronaba con su escritura.

Luego, la pluma, una hermosa estilográfica de tinta azul, adornada en tonos rojos y verdes y con pequeños ribetes dorados que cogía suavemente y colocaba sin prisa alguna dejándola perfectamente situada en el extremo derecho de la libreta.

Después el estuche de las gafas. Extraía las monturas que estaban guardadas dentro del estuche, se quitaba las gafas negras que llevaba puestas y cambiaba una por otra. Entonces su gesto se modificaba considerablemente. Aquellas gafas de cristales redondeados estilo Lennon, de color rojo con patillas negras, le conferían un aire marcadamente intelectual.

De tanto en tanto, tomaba un pequeño sorbo de café y mordía suavemente el redondo bollo de azúcar. De pronto, abría la libreta y comenzaba a escribir. Cuando lo hacía era como si el resto del mundo no existiera. Parecía estar sumida en una especie de trance. Ni el constante y cansino sonido de la televisión ni el murmullo ahogado de los demás clientes del bar ni los gritos de los niños del parque cercano suponían obstáculo alguno para su concentración. Durante algo más de una hora, se sumergía en el más profundo de los silencios. En torno a ella, todo desaparecía. Sobre la mesa, la libreta de hojas blancas que poco a poco comenzaban a estar escritas de arriba a abajo; un café, cada vez más frío, y un dulce ligeramente mordisqueado.

Por momentos, interrumpía la escritura por unos segundos y permanecía mirando hacia el exterior a través del ventanal como si buscara algo flotando en el aire. Quizá una frase, una palabra, un signo de interrogación. Tal vez, un motivo para seguir llenando de palabras aquellas porciones de sueños.

Terminaba el texto con el último sorbo de su bebida. Entonces, una joven se acercaba despacio a ella y llamaba su atención dándole suaves golpecitos en el brazo. En ese momento, recogía pausadamente su pluma y sus gafas y ,con movimiento estudiado, cerraba su libreta. Entonces, alargaba la mano para asir el bastón blanco con el que se ayudaba a evitar los obstáculos que pudieran dificultar su andar.

Nunca tuve el valor, ni la desvergüenza necesaria, para acercarme a la mesa y mirar por encima de su hombro. Nunca sabré lo que sus manos apuntaban con tanta pasión en aquellas blancas hojas, qué historias saldrían cada tarde desde sus tristes ojos vacíos, qué narraba desde la profunda oscuridad de su mirada. Simplemente le servía el café y la observaba desde la distancia admirando, a cada momento, su maravillosa capacidad para crear historias sin tener miedo alguno a la oscuridad. Ni a la efímera albura del papel.

Facebook: Josefa Molina

josefamolinaautora.com

11 comentarios

  1. Quién sabe cuántas historias habrán salido de aquel cuaderno. Tal vez unas terribles, o desasosegantes, u otras pausadas y armoniosas cómo está tuya. ¡A ver si no serás tú escritora y protagonista! Bien podrías serlo.
    Un abrazo.

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  2. Me gusta mucho la delicadeza con que está contado este relato. Me llama la atención que siendo ciega, la mujer escriba en un cuaderno de papel. Tuve un compañero ciego en la carrera de Filología Románica y, en el silencio de la clase, siempre se oían sus golpes sobre la hoja y la tablilla escribiendo en braille.

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