Josefa Molina – Duende de Navidad

Duende de Navidad 

duende

Sé que me estoy haciendo mayor. Sé que a veces opinas que estoy chocheando, pero te digo que no así. Que esto está pasando en serio, que es real, no es imaginación mía ni es producto de la soledad como tantas veces te he oído decir cuando hablas de mí pensando que no te escucho.

Desde hace días vengo observando que este año la navidad no es igual. Hace una semana fui a comprar el árbol para adornarlo. Me gusta que cuando llegues a casa con Alex y Dunia, esté ya arreglado, lleno de luces, resplandeciente para ellos. Sabes que la navidad es una de mis fechas preferidas. Siempre lo fue. Me encantaba observar tu amplia sonrisa el día de Reyes, lo que disfrutabas cuando hacíamos juntos el belén, ¿te acuerdas? Adoraba ir a coger musgo al campo para dar un toque verde al nacimiento. Cierto que los últimos años no ha sido lo mismo. Desde que tu madre se marchó, ya la Navidad no es igual, pero tú y los niños me animaban. Así que, ¿por qué no? Sigamos celebrándolo. Además, es de las pocas veces que ocupas tu antigua habitación, esa que quedó tan fría y triste el día que comenzaste una nueva vida lejos del pueblo que te vio crecer.

¿Recuerdas cuando íbamos al invernadero a comprar el abeto para el árbol? A tu madre siempre le gustó que el salón oliera a campo, a pesar de diferentes bichejos que terminaban invadiendo la alfombra persa que tanto te gustaba. Este año también fui al mismo invernadero y compré un abeto precioso, no tan grande como el de la última navidad pero sí más verde, más hermoso. No sé, fue verlo, y como un flash me dije “éste”. Y lo mismo me pasó con la caja de duendecitos que el nuevo dueño del invernadero vende a la entrada del recinto. Era una caja con doce duendes, todos de orejas largas y picudas, con un sombrerito rojo que adornaba sus cabezas y una botas rojas terminadas en punta dorada. Pensé que a los niños les gustaría ese detalle de los duendes colgando del árbol. Algo diferente a las otras navidades con tanto angelito, estrellas y bolitas de colores.

Una tarde entera estuve buscando la esquina ideal para situarlo y que no sufriera las posibles caídas que se repiten año tras año, para que los cables de luces de colores no estorbaran a los pies de Dunia que aún no sabe andar muy bien, para que el espacio del sofá quedara libre y sin obstáculos que impidieran sentarnos tranquilamente a charlar cuando los niños, por fin, se durmieran; para que la mesa con su mantel bordado de acebos, su vajilla blanca y sus copas de cristal lucieran en el sitio justo para una noche navideña perfecta.

Cuando ya lo tenía todo organizado, llegó el momento de colocar la estrella en la copa del abeto y distribuir los doce duendes entre sus ramas. Al principio, no noté nada en especial. Quizá sí una especie de cosquilleo en los dedos de la mano derecha con la que cogía uno a uno los duendes para colocarlos. Y entonces, me di cuenta. Cada uno de los duendes tenían un gesto diferente. Uno mostraba una sonrisa enorme, el otro picaba un ojo, otro sacaba la lengua en un gesto de burla, uno parecía estar triste, otro rabioso… Me resultó curioso porque cuando los compré, juraría que eran todos iguales, sin gesto alguno que los diferenciaran pero no le dí importancia y pensé que no me habría fijado bien. Además, resultaban de lo más simpáticos.

El arreglo del salón me llevó más tiempo de lo que pensé. Y esa noche me acosté tarde. No sé si fue por el cansancio o por la mala digestión, que mi necesario descanso se llenó de desagradables pesadillas. Soñaba que corría entre árboles enormes, en medio de un bosque antiguo, muy antiguo, en el que los árboles susurraban secretos entre ellos; yo era una cosa ínfima, quizá un animalillo que huía de un terrible cazador. Me sentía asustado, aterrado, y desesperado buscaba dónde esconderme, mientras escuchaba cómo las fuertes pisadas del cazador se acercaban a mí. Justo cuando me iba a atrapar, abrí los ojos en un grito ahogado. Las sábanas estaban empapadas de sudor y la almohada había acabado en el suelo. Eran las cuatro de la mañana. No volví a conciliar más el sueño.

De eso hace tres días y aún faltan dos para la noche nueva. Te escribo estas líneas porque no sé si este año podremos cenar juntos. Desde aquella noche, noto que mi cuerpo está cambiando, inexplicablemente las orejas me están creciendo y unos dolores terribles aprisionan mis pies. Me tomarás por loco pero creo que se están haciendo puntiagudos, como si tuvieran unas botas puestas… Pensarás que soy un viejo chocho, pero sé que algo está pasando desde que descubrí que mi piel está tomando un color verdoso y mis ojos se están rasgando.

Además, los duendes del árbol ya no tienen gestos diferentes. Ahora son todos iguales. Ya no hay distintos en esta casa, excepto yo.

Mi niña, si algo pasara, que esta Navidad no sea la última que celebres. Sabes que te quiero, mucho con todo mi corazón. Cuida de los niños y que la magia de la navidad no desaparezca de tu vida.

Un abrazo, tu padre”

La joven terminó de leer la carta sumida en un estado de profunda conmoción. A la preocupación de no encontrar a su padre en casa, le siguió una absoluta incredulidad ante lo que acaba de leer.

Dudó entre dirigirse de forma inmediata a la comisaría más cercana o esperar algún tiempo más antes de denunciar la desaparición de su padre. Quizá se habría extraviado o no recordara cómo volver a casa. No es que estuviera enfermo, pero la edad podría haber empezado a causar ciertos estragos en él.

Los niños preguntaban insistentemente por su abuelo, y ella no sabía qué contestarles. Sin duda, aquella Navidad no empezaba nada bien.

Se acercó al árbol de Navidad, y miró los duendecillos verdes que la observaban desde sus ojos de plástico, colgados de las ramas. Cada uno de ellos era diferente entre sí, cada uno tenía un gesto distinto.

La verdad es que resultaban muy curiosos. No había visto nunca unos iguales. Entonces, los contó. Eran trece, no doce, como decía su padre en los folios que dejó sobre la mesa del salón. Se habrá equivocado, se dijo a sí misma mientras ponía los abrigos a los niños para salir en dirección a la comisaría.

No se dio cuenta pero al cerrar la puerta, de los plastificados ojos del duende número trece resbalaron mares de lágrimas.

Diciembre 2016

Facebook: Josefa Molina

Blog: josefamolinaautora.com

@JosefaMolinaR

 

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