Josefa Molina – Envidia

Envidia

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Francisco Lezcano Lezcano

El perro

La vio cómo pasaba a su lado sin percatarse en absoluto de su presencia. Por la calidad de la tela del pantalón era evidente que tenía dinero. Subió la mirada hasta la camisa. ¿Era de seda? ¡No se lo podía creer¡ ¡Pero adónde iba con una camisa de seda y el escote abierto en plena tarde de septiembre! Entonces, descubrió el abrigo de piel de ante. Siempre quiso dormir sobre uno de esos. Era tan suave, tan abrigado, tan de ante… Bajó la vista hasta sus pies. La luz de la farola fue a dar directamente en las piedras que los adornaban, y como un rayo mortal, le fulminó los ojos. Pero ¿qué eran, diamantes? Gruñó de rabia. Y el bolso, ¿qué decir del bolso? Era ínfimo, la mínima expresión. Una simple cartera de color oscuro. Pensó que este tipo de bolsos se inventaron para dar una engañosa apariencia de sencillez cuando todo el mundo sabía que dentro de un bolso pequeño cabían varias tarjetas de crédito y hasta las llaves de un ferrari. En su estómago sonó el rugido de la envidia. Quiso disfrazarlo de hambre, pero en realidad era un conjunto de sentimientos claramente definidos que le revolvían con furia por dentro. Envidiaba a aquella humana descarada y forrada de pasta que aposentaba sus prietas posaderas justo en su terraza preferida, aquella en la que nunca había un sitio para él. Se tumbó despacio sobre la acera mientras se entregaba a la falsa ilusión de que algún día el viento del sur borrara de una vez por todas su mal fario perruno. Quizá en una próxima reencarnación, pensó resignado mientras que los fluidos de su estómago se acentuaban con rabia. Tenía que buscar algo que comer pero no quería moverse de aquel sitio: era el mejor para observar el aburrido espectáculo humano.

El niño

Lo miró de lejos. Le resultaba curioso la insistencia del perro por estar día y noche en aquel mismo lugar. Pensó en lo bonito que sería ser libre como él: no vivir coartado como él estaba por horarios impuestos, por reglas impuestas, por formas de vida impuestas. Poder levantarse y acostarse a la hora que uno quisiera y donde quisiera, sin voces que te exigieran irte a la cama, lavarte los dientes, comerte toda la comida, vestirte adecuadamente, callar cuando quieres hablar, leer cuando quieres jugar. Miró al animal y un sentimiento comenzó a recorrer con violencia su espina dorsal. Desconocía cómo definir aquella incómoda sensación pero era exactamente la misma que sentía cuando Juan, con su cara de pánfilo, se regodeaba ante él del nuevo juego que había comprado para la play. Eran esos los momentos en los que, con todas las ganas del mundo, le hubiera arreado un buen puñetazo en su cara de pan. Sintió la mano de su madre que tiraba de él dándole prisa y volvió a mirar al chucho. Le hubiera encantado ser como el perro que dormitaba sin obligaciones frente a la terraza del bar.

La chica

No terminaba de comprender en qué momento sucedió pero ya no era feliz. Un día, sin más, aquel sentimiento de vacío se plantó en su vida. Y eso a pesar de tenerlo todo. Dinero, vivienda, un trabajo bien pagado, un coche y hasta varios amantes con los que divertirse en las noches de tedio como aquella… Además se podía permitir estar tranquilamente sentada en la terraza de un bar, con un gin tónic en la mano, acompañada de dos de sus mejores amigas de la infancia. De esa infancia que tanto añoraba. Entonces se fijó en el niño que pasaba junto al perro tumbado sobre la acera. Cuánto le hubiera gustado ocupar el lugar de aquel crio. Ser una pequeña persona sin obligaciones, con la única preocupación de jugar durante horas. Se recordó a sí misma recorriendo las dos manzanas de viviendas que separaban su colegio de la casa de sus padres. Cuanto tenía nueva años, aquellos cinco minutos suponían algo así como su porción diaria de libertad, su porción diaria de felicidad. Era irónico, pero a pesar de ser una joven deseable y con dinero, sentía envidia hacia aquel niño. Él aun conservaba lo que ella ya no había perdido: pequeñas píldoras de felicidad infantil, las mismas que, de mayor, había ido sustituyendo por pastillas de colores y polvo blanco.

La envidia

De pronto, sintió los ojos del perro clavados fijamente en ella. Era una mirada intensa, cargada de agresividad. Observó cómo el niño miraba a su vez al animal, ella diría que casi con la misma intensidad con la que el perro la miraba a ella. Por un segundo, en un instante en el que todo el mundo exterior pareció detenerse y enmudecer, los tres se miraron entre sí.

Y entonces la notó: la envidia flotaba en el ambiente, convertida en una masa densa, peligrosamente contagiosa….

Como un flash, llegó a su mente una frase que una vez leyó en uno de esos libros de autoayuda y que se atribuía a un tal Miguel de Unamuno: ‘la envidia es mil veces más terrible que el hambre porque es un hambre espiritual’.

Justo en ese instante una sensación de hambre dolorosa, profunda, feroz, se apoderó de su estómago y, lo que era aun peor, quebró para siempre su espíritu.

 

Facebook: Josefa Molina 

Blog josefamolinaautora.com

Imagen: Francisco Lezcano Lezcano 

8 comentarios

    • Por desgracia, hay mucho de eso, y claro, ya se sabe que la persona envidiosa, al final, es una persona sin esencia, y bastante triste. Muchas gracias por comentar, JoséP. Un abrazo!!

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  1. No solemos hacer un recuento de lo que tenemos y no cambiaríamos por nada, eso sí, se van los ojos a lo que nos falta, ojalá que sea siempre para intentar obtenerlo con nuestro trabajo e ilusión. Magnífica la frase que elegiste como núcleo del relato. Un besito.

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