A mí también me desvirgó el ginecólogo
-Pues a mí también me desvirgó el ginecólogo, cariño.
-¿En serio?
-Como te lo estoy diciendo.
-¿En la consulta o en su casa?
-En la consulta, por supuesto. Ni muerta me habría ido yo a la casa de aquel vejestorio.
-Y cómo fue.
-¡Con el dedo y punto!
Carcajadas de las contertulias.
-¿Punto y aparte?
-Totalmente.
-Pues lo mío fue punto y seguido.
-¡No me digas!
-Y tan seguido que aún continuamos.
-¡Venga ya!
-Te lo juro.
-¡Ay, ay, ay!
Las dos mujeres volvieron a reírse.
-Pues tienes que contarme, Susan, porque lo mío fue simplemente una consulta médica desagradable. Aquel viejo resultó ser un salido mental y aprovechó la coyuntura, el muy cerdo, para abusar de mi ignorancia. Y yo, que sólo contaba quince añitos, me creí que era normal.
-Hay mucha gente que se vale de su posición para desahogar sus vicios ocultos. Está claro que el poder, por poco que sea, siempre corrompe.
-Es verdad. Pero no me vengas ahora con filosofías, que lo que yo quiero es que me cuentes tu aventura con el ginecólogo –dijo Noa con cara de pícara.
-Okey. Pero espera, que me voy a hacer un canutito.
-Vale. Mientras, yo preparo un café y pongo un pizco de música.
Una sugestiva melodía empezó a sonar.
-¡Qué buena está la hierbita ésta, oye! ¿Es de aquí?
-No. Me la trajeron de Holanda. Es kifi marroquí.
-¡Está terrible! Y esa música también se sale. ¿De quién es?
-De un hindú que se llama Zakir Hussain. Es lo mejor que he escuchado en percusión.
-¡Baj! ¡Me encanta! Me la tienes que pasar, si quieres que te cuente mis devaneos.
El humillo que liberaba la marihuana en combustión flotaba en la estancia. El olor del café se mezclaba con el aroma de la hierba y confería al ambiente un toque entre exótico y oriental que resaltaba con la música, así como con los detalles decorativos de la habitación: telas indias sobre el sofá, cuadros con motivos tailandeses, un tapiz bereber estallando en colores, cajitas de cedro, cachimbas, y una bandeja de plata con cafetera, azucarero y tazas sajarauis. Además, tanto Noa como Susan lucían vaporosos kimonos y se las veía fresquitas, recién duchadas, con el pelo suelto y húmedo.
-La historia comenzó cuando mi hermano estudiaba medicina. Un día apareció por mi casa con un amigo que ya había terminado la carrera y que se había especializado en ginecología. Se llamaba, bueno, se llama Pablo, y desde que lo vi me quedé coladita por él. Yo también contaba quince años entonces, y tuve que ingeniármelas para que se fijara en mí.
-¿Qué hiciste? –preguntó Noa, intrigada.
Susan sonrió con cierta evocación en la mirada, que luego fue a posarse en la cara de su acompañante.
-¿Me das un beso y luego continúo?
Se dieron un beso cariñoso. Se abrazaron con ternura y se mesaron el pelo alegremente, dejando cada una que sus labios se deslizaran por la cara y el cuello de la otra.
-Poco antes de cumplir los dieciséis, y después de que Pablo abriera su despacho, me presenté allí de improviso para ser objeto de observación. Le dije que no había pedido hora por despiste, y que mi madre y mi hermano estaban al tanto de mi visita. ¿Seguro?, desconfió él. Por supuesto, aseguré yo, y le propuse que, si dudaba, podía telefonear a casa.
-¡Ay, ay ,ay! ¡Qué lista eres!
-El caso es que él se vio en un compromiso y prefirió no llamar. Yo supe en qué momento lo decidió porque, así como de soslayo, le pesqué una mirada lasciva casi imperceptible. Luego me dijo que me quitara la ropa y yo me puse a temblar. Estuve a punto de derretirme, y empecé a notar unas vibraciones intensas en el clítoris, el vientre y los pechos.
-¡Ños, mi niña! ¡Me estás poniendo al rojo vivo!
-Cállate y escucha.
-Espera, que te quiero dar otro beso.
Se volvieron a besar, esta vez con más veleidosidad, y luego continuaron con besitos en los ojos, en la nariz, en las orejas…
-Cuando me recosté en la camilla y abrí las piernas ya estaba excitadísima, y en cuanto introdujo una mano en mi vagina y se puso a palpar con sus dedos, casi me desmayo de gusto. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerme a gritar.
Noa y Susan se revolcaron de risa y siguieron besándose. Despacio, brillando sus ojos de deseo, se desabrocharon los kimonos y se tocaron los pechos con profusión, se pellizcaron los pezones delicadamente, con deleite, rodeándolos con las yemas de los dedos, con la lengua, mordiéndolos con la puntita de los dientes.
-¡UFF! Si quieres que acabe la historia tendrás que parar, porque si no, no respondo de mí –suspiró Susan.
-Vale. Después seguimos –replicó Noa, entre jadeos.
-Pues nada, que Pablo se encontró de repente ante una tesitura difícil, un dilema que yo le ayudé a resolver. La verdad es que no sé cómo me atreví a tanto, pero lo puse entre la espada y la pared. Actué como si fuera una experta y no le di tiempo a reaccionar. ¡Mi madre! Lo cogí y lo desnudé con frenesí, y lo besé y lo mordí y lo tumbé contra el piso sin darle un respiro, acariciando su cuerpo con lujuria y desesperación. Y cuando, por fin, me agarró y me penetró, creí que el mundo entero reventaba dentro de mi vagina y de mi cerebro. Grité tanto que él me tuvo que tapar la boca.
-¿Con qué? –insinuó Noa.
-¡Ah, picarona! Con la pinga no podía ser, porque la tenía ocupada,¡corazón!
-¿Dónde?… ¿Aquí? –insistió Noa, estimulando suavemente con los dedos los labios de la vagina de su amiga, la cual gimió y susurró:
-¡Ahí mismito, cariño.
Ya no pudieron resistirse más. Se entregaron una a la otra y se abandonaron por completo, olvidándose del mundo y de todo.
Los susurros, los jadeos, el sonido de los besos y los revuelos de los abrazos apasionados se fundieron con la música de tablas que evocaba paisajes hindúes, extensos tapices verde y tierra, árboles expresivos difuminados al sol, playas inmensas y rubias llenas de palmeras al viento.
Pasó una eternidad en un momento.
-¿Cómo dijiste que se llama tu ginecólogo? –preguntó Noa con los ojos cerrados, en medio de suspiros y con una inmensa sonrisa de placer reflejada en el rostro.
-Se llama Pablo.
-Pues a ver si un día lo traes por aquí. A lo mejor se tercia y nos enfrascamos en un “menage a trois”.
-¿Por qué no? Él también es medio promiscuo.
-¿Lo ves mucho?
-A menudo. Es el amante masculino que más me gusta.
-¿Y el femenino?
-¿Quién va a ser? Tú eres la única que tengo.
-¿Y qué es lo más que te gusta de él?
-Que me lleva a follar a los sitios más insospechados, y que tiene mucha imaginación. Me encanta sobre todo en verano, cuando lo hacemos de noche en una caleta cualquiera, tirados en la arena o sobre los riscos. Y me chifla cuando me agarra por detrás y me pone a horcajadas contra las olas que rompen en la playa.
-¿Tiene un buen gajo?
-¡Cállate! No seas morbosa.
-¡Venga, niña, dime!
-Pequeño no es, desde luego. A veces tengo la sensación de que me está penetrando un animal salvaje y enorme. Algo selvático.
-¡Uff! Me estoy poniendo cachonda otra vez.
-Pues tendrás que enfriarte sola, pimpollo, porque yo me tengo que ir ya mismo.
-¿De inmediato?
-Sí, cariño. Ojalá que no existiera el trabajo, pero no es el caso. Empiezo a currar dentro de un par de horas, y tengo que conducir, pasar por mi casa a ducharme, cambiarme y…en fin…
-Es verdad, mi amor, no me acordaba.
-Es lo que hay, chica.
-Me quedaré pensando en ti.
-Y yo llevaré tu olor impregnado hasta que me duche.
-¡Qué bien! Voy a ponerte la canción de despedida.
Remolonas, estirándose entre juegos, las dos amigas se levantaron. Susan se empezó a vestir sin ganas, en tanto que se rascaba con pereza los hombros, los brazos, la espalda, y se masajeaba las sienes y la cabeza. Mientras, Noa se fue al salón, puso un disco dedicado a la memoria de Cole Porter y volvió a la alcoba. Y en el abrazo intenso de la despedida, mirándose con dulzura a los ojos, echándole también un poco de teatro, se dedicaron la letra de la canción que empezó a sonar: cada vez que nos decimos adiós me muero un poco.
Texto: Quico Espino